Por la promoción y la defensa honrada de los derechos humanos.

Los Derechos Humanos son un ideal común de la humanidad que deben ser defendidos de los muchos ataques que reciben. Desde su proclamación por la ONU el 10 de diciembre de 1948, la experiencia nos ha enseñado que, al no haberse definido instrumentos concretos para defender estos derechos, su cumplimiento ha quedado en manos de los poderes de turno.

Más de setenta años han pasado desde entonces y el derecho a la vida, al trabajo, a la seguridad social, a un nivel de vida digno, a la sanidad, la libertad de expresión, la educación o la vivienda son una utopía para gran parte de la Humanidad. Hoy podemos comprobar cómo, en muchas partes del mundo, se dispara la desigualdad; y los gobiernos, en lugar de trabajar por eliminarla, se dedican a reprimir a aquellas personas y organizaciones que deciden alzar la voz.

En nuestro país las libertades fundamentales tampoco avanzan. Los derechos de los inmigrantes, el derecho de asilo, el derecho a la tutela judicial efectiva y los derechos sociales también han sufrido un claro retroceso en las últimas décadas.

Nuestra Constitución es algo más que la monarquía y el estado de las autonomías. Su catálogo de derechos no está siendo objeto de debate ni se quiere desarrollar. Es más, de la parálisis en su regulación se está pasando a un lento proceso de degradación de los derechos fundamentales en nuestro país. La razón es clara: se ha producido una auténtica inversión de prioridades. Hay muchos ejemplos de ello: por un lado, el derecho a la vivienda que ha cedido en favor de los intereses de propietarios y constructores; por otro, el art. 129. 2 de la carta magna mandata a los poderes públicos establecer los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción, y hasta los primeros comentaristas de la constitución llegaron a afirmar que amparaba en su seno un modelo de economía autogestionaria si había voluntad para ello, pero no la hay; además, el derecho al trabajo se ha degradado hasta límites insospechados con sentencias del Tribunal Constitucional como aquella que avala el despido objetivo por ausencias al trabajo, aún justificadas, o amparar periodos de prueba de un año o la generalización de la contratación temporal, la ampliación de las causas de rescisión de contratos, etc.

Los acomodados adulteran el debate de los derechos humanos. Como no se sienten sujetos de deberes para con los demás, se apropian de los derechos y su discurso. El mejor ejemplo en nuestro país lo vivimos con el egoísmo fiscal de los ricos de Cataluña que, a pesar de haberse enriquecido a costa de los más pobres, han sido capaces de camuflar su avaricia con el ropaje de un “derecho a decidir”.

Por eso, afirmamos que no hay derechos sin deberes. Para que los derechos humanos no sean un discurso politiquero hay que hablar de los deberes que tenemos para garantizar los derechos de todos. Esta cuestión se hace más patente en los derechos de los pobres de la tierra. Los beneficiarios de estructuras injustas que aplastan a gran parte de la humanidad tienen –tenemos- la obligación de reconocer el privilegio de su posición acomodada y el beneficio que ha reportado tanta injusticia. Por eso, defender los derechos humanos obliga a trabajar por la transformación de los mecanismos políticos y económicos que asolan a los países empobrecidos… aunque ello conlleve una bajada en nuestras propias condiciones.

Por último, defendemos que los derechos humanos apuntan alto. Los derechos no solo tienen contenido económico y por eso nos oponemos a la nueva ofensiva de llamar derechos a lo que no lo son y eliminan la dignidad de la persona. Nos referimos a los atajos baratos del capitalismo depredador que vende como derecho la eutanasia para ahorrarse los cuidados paliativos. La persona y su dignidad son el metro para saber si estamos hablando de auténticos derechos humanos o de otra cosa.

Todo esto nos recuerda que defender los derechos humanos sigue siendo una tarea tan necesaria hoy como entusiasmante.