La esperanza es la familia

Si hay algo que se destaca en todas las crisis que hemos padecido, o nos han hecho padecer, en los últimos lustros, es que la familia ha sido el verdadero amortiguador de los efectos de estas. La solidaridad fundamental que está en la raíz de la familia sale a relucir cuando más se la necesita. Que la familia es la célula básica de la sociedad, o lo ha sido hasta ahora, no lo puede dudar nadie. Sin embargo, o quizás por eso, la familia viene sufriendo una erosión sistemática y permanente por un sistema social, cultural, político y económico, cada vez más individualista e insolidario. Analicemos brevemente algunos de estos frentes.

Una encuesta señalaba hace unos meses que formar una familia en los próximos cinco años era sólo prioritario para un 26% de los menores de 45 años. Por detrás de prosperar en la vida profesional, viajar y conocer diferentes culturas, ampliar estudios… Cuanto más jóvenes más lejano en el horizonte, menos prioritario. Se detecta cierto deseo, pero también se manifiesta la inseguridad por la falta de estabilidad laboral y profesional, y la prioridad de “disfrutar” la vida. Si a eso se suma la creciente experiencia de fracaso familiar, se entiende que baje el deseo y que crezca el miedo y la inseguridad, así como que muchos opten por vivir solos. Los hogares unipersonales son una mancha de aceite que se viene extendiendo desde los países nórdicos y que ya llega con fuerza a nuestras costas.

Cuando afirmamos que la familia es la célula básica de la sociedad no queremos decir -y menos hoy en día-, que todas las familias vivan un cuento de hadas; sabemos que en un número importante y creciente de familias se viven situaciones dramáticas y hasta trágicas, desde lo más extremo de la violencia intrafamiliar (física, o psicológica) hasta la falta de madurez y crecimiento que conlleva un aumento exponencial en los últimos decenios de separaciones y divorcios, problemas con los hijos, abandono de los ancianos… Frente a esta patología se echa de menos que no se favorezca y promueva una adecuada educación afectivo sexual si queremos que nuestras sociedades tengan un futuro. Y no una limitada a prevenir enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados, o a considerar el aborto como un medio anticonceptivo más, o a la inflada y sobrevalorada cuestión del género. Se precisa un planteamiento educativo auténticamente personalista, que desarrolle las potencialidades de la persona, y sus potencialidades de relación y de comunión con otras personas, empezando por la fundamental que es la matrimonial. ¿Por qué no ofrecer a nivel civil una formación prematrimonial o de vida en pareja, como se hace en ámbitos religiosos, para que esa vida en común tenga unas bases más sólidas? No sería mejor que recurrir o invertir sólo en mediadores, terapeutas, abogados… para que el desmontaje de ese desastre anunciado sea lo menos traumático, pero que (casi) siempre es traumático.

Tampoco, como se viene señalando en distintos análisis, se crece, sino todo lo contrario, en las realidades comunitarias, asociativas de todo tipo. Padecemos una grave crisis del compromiso comunitario. Por eso, esa dimensión personal y relacional, tan influida desde las estructuras sociopolíticas y socioculturales, quedaría totalmente coja si no va acompañada de la dimensión social y política que tiene toda familia, para que ésta no sea tratada sólo como una unidad de consumismo. Decíamos que la familia ha sido el amortiguador de las crisis. Pero debemos ir más allá, la familia debe ser un sujeto activo, incluso el sujeto clave de la vida sociopolítica. Empezando, claro está por la dimensión del trabajo, no sólo de los empleos y salarios que se han precarizado y muchas veces no llegan para sostener una familia. El trabajo incluiría toda la dimensión de actividad laboral, profesional, comunitaria y de cuidados que los miembros de la familia deben sostener para atender a las necesidades propias y de la comunidad local, pero también nacional e internacional. La política puede entenderse así también como un trabajo por los demás, por todos. La distribución del trabajo, desde actividades productivas, o de cuidados, hasta responsabilidades sociales se deben poder repartir igualitaria y democráticamente, es decir con responsabilidad. Y también en los ámbitos familiares, sin olvidar la autoridad de los padres sobre los hijos fundamentada en el ejemplo y no en la imposición arbitraria. La solidaridad como principio básico y que abre a la familia a la realidad de otras familias, especialmente a las que sufren la injusticia y el empobrecimiento. La actitud de servicio y el deber de colaboración van unidos al derecho a obtener lo necesario para vivir: vivienda, alimentación, salud, educación, relaciones sociales, proyección artística, dimensión trascendente espiritual… Habría que recuperar conceptos como el salario familiar, y por supuesto afrontar la cuestión de cómo redistribuir los dividendos sociales que la productividad creciente por los avances tecnológicos genera, y esto a nivel mundial.

Por esto que se viene exponiendo, quizás haya que superar o ir más allá también de los planteamientos de políticas de ayuda a la familia entendidas como complementar o subsidiar económicamente a las familias, o a la maternidad, de cara a atajar el gravísimo problema de la caída libre de la natalidad en los países occidentales. Eso sería un paliativo, algo a corto plazo, pero, según lo expuesto, necesitamos reforzar no sólo los aspectos económicos más materiales, sino los relacionales, los de madurez personal y de pareja, y plantear todas las relaciones sociales, de trabajo, políticas y económicas desde el prisma de un matrimonio y familia como fuentes de vida solidaria entre sí y para la sociedad. En ese clima, la educación de los hijos tendría un sentido, un horizonte hacia el que dirigirse; muchísimos de los problemas que tenemos con los hijos desaparecerían, porque los hijos también serían, a su medida, y según su edad, protagonistas y colaboradores de esa vida familiar y social que sus padres llevan adelante junto a otras familias. Una sociedad formada por familias con esta conciencia y con este compromiso personal y comunitario sería revolucionaria, sería fuente de esperanza. La esperanza es la virtud del que lucha. Necesitamos familias que luchen. La esperanza es la familia.

Desde el partido SAIn tratamos de caminar en esa línea y hemos propuesto en nuestro programa amplio medidas como las siguientes:

  1. Nueva Ley de Familia que ponga en valor la aportación de la familia a la sociedad, reconozca el matrimonio como unión de hombre y mujer, la reagrupación familiar de los inmigrantes y apoye eficazmente a las familias, especialmente a las empobrecidas.
  2. Promover respuestas asociadas para afrontar el trabajo y la vivienda en las familias: cooperativas, minimizar burocracia, financiación sin usura.
  3. Dejar de aplicar los mandatos desde UE y desde la ONU sobre políticas de fomento de la ideología de género y control de población en todos los ámbitos de la vida familiar, especialmente en el de la educación.
  4. Vincular significativamente los salarios, las tasas de los servicios y los impuestos tanto al nº de miembros como a la renta familiar.

Jorge Lara