Mientras el imaginario popular se obsesiona con la singularidad y con máquinas que supuestamente adquieren consciencia y se rebelan contra el hombre, una idea que no alcanza a distinguir entre inteligencia y conciencia y que pertenece aún claramente al ámbito de la ciencia-ficción, el verdadero peligro para la civilización y la sociedad humana proviene de la evolución de la propia sociedad humana desde una óptica social, y concretamente de la progresiva erosión de las clases medias.
Un problema real, tangible y posiblemente inmediato, cuyas consecuencias estamos ya comenzando a ver en la política de un país tan poco sospechoso de revolucionario como los Estados Unidos, frente a otro problema aún hipotético y teórico para el que seguramente faltan aún varias generaciones tecnológicas. El auge de los populismos no es más que la búsqueda inútil de sentido recurriendo a los esquemas del pasado, la idea de que se puede volver a generar la riqueza perdida volviendo a hacer lo mismo que hacíamos antes, y encarnando al enemigo imaginario en figuras como la inmigración o la tecnología.
Cada vez más factores indican que la erosión de puestos de trabajo debido a los progresos de la inteligencia artificial y la robótica está evolucionando más rápido de lo que se esperaba: cada vez son más y de más tipos los puestos amenazados por procesos de sustitución, y la esperanza de reconquistar esos puestos es absolutamente absurda. Ya no hablamos de trabajos manuales o repetitivos, sino de prácticamente cualquier actividad humana. Cuando la tecnología convierte en obsoleta una actividad como conducir, trabajar en una fábrica o ser operador en bolsa, la posibilidad de una vuelta atrás se convierte en absurda: si una compañía decidiese no adoptar esa tecnología para intentar preservar así los puestos de trabajo, otras lo harían en otros sitios, y condenarían a esa compañía a no ser competitiva. Esa deriva hace que las políticas reactivas centradas en la no adopción se conviertan en el peor enemigo de sí mismas: si una fabrica china sustituye al 90% de sus trabajadores con robots y consigue gracias a eso elevar su producción un 250% y reducir los defectos en un 80%, la idea de competir con ella manteniéndose al margen de esa tecnología se convierte en algo que desafía a cualquier tipo de sentido común.
Mantener a personas trabajando en trabajos que una máquina es capaz de hacer mejor y más rápido es completamente absurdo, y desafía las leyes del sistema económico que hemos generado. La evolución de la tecnología se ha convertido en el mayor factor de deflación económica que hemos conocido a lo largo de toda la historia: mientras los bancos centrales intentan inyectar dinero en la economía para mantener su dinamismo, la tecnología nos da mejores productos cada vez que convierte en obsoletos y sin valor los productos que habíamos adquirido anteriormente, y que a su vez, se deprecian completamente en plazos cada vez más cortos. El smartphone que llevamos en el bolsillo ha hecho que una gran mayoría de la sociedad haya dejado de adquirir cámaras de fotos y de vídeo, agendas, relojes, ordenadores, aparatos de GPS, reproductores de música e infinidad de cosas más que antes costaban en conjunto varios miles de euros, pero un par de años después de su adquisición, el valor de ese mismo smartphone se ha depreciado hasta el límite. Una tendencia deflacionaria absolutamente imparable, generada por el avance tecnológico, que no puede ser detenida, y cuyos efectos nadie tiene experiencia gestionando.
Los efectos de esa deflación han sido, hasta el momento, una polarización de la sociedad y una concentración cada vez mayor de la riqueza en menos manos. La clase media va viendo como sus puestos de trabajo van siendo sustituidos por máquinas y privados de su sentido en cada vez más industrias y ocupaciones, y la amenaza de perder el trabajo se convierte en una preocupación cada vez más seria.
La causa de la revolución podrá ser originalmente tecnológica, pero la revolución en sí misma va a ser puramente económica: personas incapaces de encontrar su sitio en una sociedad sujeta a una deflación cada vez más acelerada y en la que los trabajos van siendo progresivamente ocupados por máquinas, dando lugar a una redefinición de la idea de trabajo culturalmente imposible de aceptar para muchos. Sí, es posible que los cambios también generen otros tipos de trabajo, pero por el momento, ese proceso no parece estar dándose a la velocidad adecuada, y no parece demasiado viable para las personas concretas que pierden sus trabajos. El minero que ya no es necesario en una mina ahora operada por robots autónomos en modo 24×7 no parece demasiado fácil que pueda reconvertirse en desarrollador de software. El cambio no mira hacia atrás, no parece preocuparse por aquellos cuyos puestos son convertidos en obsoletos, y solo propone soluciones parciales basadas en subsidios insuficientes, mientras la discusión sobre la necesidad, la viabilidad o los efectos de una renta básica universal o incondicional sigue generando una fuerte polarización en los economistas y limitada a pequeños experimentos puntuales.
No, la amenaza actual para la civilización humana no son las máquinas. Son las personas.
Enrique Dans