La debacle económica que acompaña a la pandemia del coronavirus ha situado en primer plano el debate sobre una Renta Básica Universal (RBU) por sus semejanzas con el ingreso mínimo vital aprobado de forma urgente para dar apoyo a los hogares españoles más vulnerables.
Trataremos de tomar distancia con la urgencia actual de los millones de personas que enfrentan la angustia de la falta de ingresos y de perspectivas de empleo, a los que sin duda el Estado ha de apoyar, para intentar algunas reflexiones más de fondo sobre lo que está en juego con la introducción de una RBU como elemento permanente y esencial de una sociedad.
Nuestras convicciones de partida son las de que es económicamente posible, y un deber moral, hacer lo necesario para que todas las personas puedan cubrir sus necesidades básicas y desarrollar sus potencialidades, aportando a la sociedad lo mejor de sí mismas en múltiples ámbitos, incluyendo por supuesto la profesión como ámbito fundamental.
Por otra parte, estamos convencidos, y la historia nos avala, de que el actual sistema de organización social, dominado por un sistema económico que tiene el lucro individual como principio incuestionable, es incompatible con la distribución justa de la riqueza y con el desarrollo equilibrado de la vida, incluyendo aquí la vocación de cada persona, el cuidado de la Naturaleza o el desarrollo de las comunidades según sus propias culturas, entre otros aspectos.
Tras más de dos siglos de capitalismo como sistema económico, político y cultural dominante, nos encontramos la realidad de que más del 60% de la producción mundial está controlada por un grupo reducido de corporaciones gigantes, que la mitad de la población mundial (datos del Banco Mundial) no tiene sus necesidades básicas cubiertas, y que existe un grave deterioro ecológico debido a la sobreexplotación de recursos y la contaminación de los ecosistemas.
Ante este panorama, el pueblo apenas llega a influir donde se toman las decisiones, sean Consejos de Administración o Parlamentos. La sociedad está disgregada en un fuerte individualismo, no controla los medios de producción ni tampoco las instituciones políticas o la opinión pública. “No nos representan”, decían las pancartas del 15-M, y tenían razón, pero también es cierto que las plazas se abandonaron hace tiempo, y que incluso en los partidos políticos la participación de los militantes en decisiones internas rara vez llega al 30 por ciento.
La RBU debe ser analizada en este contexto del que hemos dado algún rasgo, más allá de si existe o no capacidad de financiarla, porque lo que realmente nos preocupa son las consecuencias que supone para el apuntalamiento, o bien para la transformación, de un sistema que genera desigualdad y destrucción ecológica de forma permanente. Y aquí nos asaltan grandes dudas.
En primer lugar, dado el saqueo histórico y actual de los países empobrecidos por nuestras empresas y Estados, debemos preguntamos qué impacto tendría en sus habitantes, miles de millones, y si se considera ese derecho a escala mundial o sólo para nuestros países. Porque la riqueza está en el trabajo y los recursos naturales, no en los billetes o dígitos bancarios que la representan. Cuando se alude a la redistribución y se pone como ejemplo al Estado del Bienestar de la postguerra, no debemos olvidar que la riqueza redistribuida provenía, en gran medida, de la explotación de unas colonias a las que tal redistribución nunca llegó.
En segundo lugar, dentro de los países occidentales, llevamos décadas manteniendo un sistema económico basado en generar volúmenes desorbitados de deuda, y si no se plantea un cambio radical del sistema financiero, condonaciones de deuda o eliminación de los intereses, aquella va a gravar durante décadas a las jóvenes actuales y a las generaciones futuras. Sólo en intereses de la deuda actual de la Administración Central, España gasta al año en torno a 30.000 millones de euros en intereses. Una RBU de 1.000 euros mensuales, entregada a sólo 3 millones de personas, por ejemplo, ascendería a 36.000 millones de euros anuales. Obviamente, financiarla con deuda aumentaría este coste en la parte de intereses y obligaría a más crecimiento, más presión al sistema productivo y al medio ambiente.
En caso de financiarla con aumento de impuestos, debe tenerse en cuenta que en España estos se recaudan mayoritariamente a través del IVA e IRPF, que pagan las personas físicas, muy por encima del Impuesto de Sociedades. Pero, además, es sabido que las grandes corporaciones aprovechan su organización internacional, junto con la competencia fiscal entre territorios por atraer inversiones, para pagar porcentajes ridículos, a pesar de sus enormes beneficios; y algo similar ocurre con los poseedores de grandes fortunas, que utilizan sociedades de inversión, paraísos fiscales y todo tipo de ingeniería fiscal para pagar lo mínimo. Si no se plantea una reestructuración radical del sistema fiscal a nivel mundial, la RBU la pagarán, sobre todo, las clases medias y bajas, pero no las grandes empresas ni los ricos.
En definitiva, creemos que los cambios en el sistema fiscal, financiero y productivo que habría que llevar a cabo para implantar una RBU que no genere más desigualdad e individualismo son tan grandes, que implicarían un cambio total de fuerzas entre el poder económico y el político y, si esto se consiguiera, la RBU probablemente no sería ya un objetivo.
Para ir terminando, planteamos honestamente nuestra desconfianza hacia las iniciativas de los Estados, cómplices indiscutibles del poder del capital a lo largo de dos siglos, especialmente cuando aquellas iniciativas, como es el caso de la RBU, no surgen de la presión liberadora del pueblo que los empuja desde abajo. Así, el establecimiento de la jornada de 8 horas respondió a la lucha solidaria desde el Movimiento Obrero, la independencia de la India se consiguió tras la lucha noviolenta de los seguidores de Gandhi, y la Ley de los Derechos Civiles en Estados Unidos, por la resistencia del movimiento encabezado por Luther King. Y así también otras demandas, que aún no han sido atendidas, como las de los pueblos indígenas, exigiendo tierra, trabajo o educación, o las de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Demandas que parten del protagonismo y buscan la promoción individual y colectiva, un aspecto más que dudoso en el caso de la RBU.
Algunos han calificado la RBU de utopía, sea para criticarla o para apoyarla, pero a nosotros nos cuesta pensar en una utopía cuyo horizonte acepta de entrada mantener la desigualdad. Creemos que el trabajo es un derecho y un deber de todas las personas, para ser ejercido en condiciones dignas, y que es irrenunciable para la izquierda exigirlo cuando el desarrollo de la civilización nos muestra que es posible para toda la población mundial. Por ello, seguimos creyendo en el protagonismo, en el trabajo por encima del capital o en el reparto del empleo, mientras la RBU nos encaja mejor con la imagen de un caballo de Troya del capitalismo.
Miguel F. Taboada