Mujeres migrantes dedicadas al empleo doméstico se trasladan para trabajar con el objetivo de luchar por sus propios hogares y comienzan a encargarse de otras personas en lo que se llama las cadenas globales de cuidados, que no están resueltas porque ni los hombres ni el Estado se han incorporado plenamente a ellos.
A veces le invade la sensación de creer que va a volver pronto y otras tiene tantas ganas de ver a sus dos hijos que no deja de mirar las fotos del móvil. A Sunilda Cardozo le sorprenden pocas cosas porque sabe lo que es romperse. Lo ha hecho un poco cada vez. La primera ocasión en que recorrió los 9.000 kilómetros que separan Barajas del aeropuerto paraguayo de Asunción fue en 2006, otra algunos años después y la última en diciembre de 2015.
Desde entonces no ve a Rodrigo y Rocío y trabaja como empleada doméstica en una casa de un barrio madrileño cercano al estadio Santiago Bernabéu. Cuida a tres niños de diez, ocho y tres años como interna desde las 7.00 de la mañana hasta las 21.00 o 22.00 de la noche, salvo los fines de semana, que la hora suele escalar hasta las 23.00 «porque los señores salen».
Se dedica a todo: les levanta, les prepara el desayuno, les lleva al colegio, les recoge, les atiende si se ponen enfermos…Y mientras, limpia la casa, pone la lavadora, plancha la ropa y hace la comida. «Muchas veces nos acusan de haber quitado el trabajo a gente española, pero en realidad colaboramos para que muchas personas puedan hacer su vida», analiza Carmen Coro, que dejó Ecuador en 2005 junto a su hija para reagruparse con su entonces marido y que también trabaja como empleada de hogar.
Es lo que en Territorio Doméstico llaman «sin nosotras no se mueve el mundo», un lema al que acompañan de una ilustración de dos mujeres moviendo con las manos un complejo engranaje. Este colectivo de entre 20 y 30 mujeres migrantes que se dedican al empleo doméstico quiere poner en el centro los cuidados y visibilizar que son claves para el sostenimiento de la vida: «Cuidamos vidas de personas que sí están valoradas, pero no las nuestras», dice Rafaela Pimentel, integrante de Territorio Doméstico.
El empleo doméstico, fuertemente feminizado –diferentes estudios arrojan cifras que van del 80% al 90% de mujeres–, se enmarca en lo que la economía feminista ha llamado las cadenas globales de cuidados: Muchas mujeres migrantes dejan en sus países de origen a sus familiares para venir a cuidar a niños o mayores mientras dejan a otras mujeres al cuidado de sus propios hijos o padres. A su vez, muchas mujeres y hombres trabajan en el ámbito público gracias a que parte de los cuidados los cubren ellas.
De los dos hijos de Sunilda Cardozo, de 18 y 13 años, se hace cargo una de sus hermanas en la ciudad paraguaya de Itauguá, cercana a la capital. También atiende a la madre de ambas, «que tiene una profunda depresión desde hace ocho años, cuando murió nuestro hermano». Sunilda ayuda desde España enviando los primeros días del mes casi todo su sueldo, sobre todo para que su familia pueda adquirir las medicinas que necesita su madre.
También Ana –nombre ficticio–, que llegó de Honduras hace diez años, dejó allí a su madre enferma. La mujer de 81 años a la que cuida desde 2008 en Madrid le recuerda a ella: Una tiene demencia senil, otra alzhéimer. «Trabajo desde las 9.00 de la mañana hasta las 20.00 o 20.30 porque es absolutamente dependiente de otra persona, apenas tiene movilidad así que hago de todo», remarca.
Reconoce que es «difícil» estar a 8.000 kilómetros de su madre, pero a la vez experimenta una sensación que describe como «estar entre la espada y la pared». «O te vuelves para cuidarla de la mejor manera que sabes el tiempo que le quede y con todo el amor de una hija o te quedas aquí para alargar su vida lo máximo posible porque mi dinero paga su tratamiento».
Para Territorio Doméstico el problema es que estas cadenas globales de cuidados «no han sido resueltas». Tal y como explica Pimentel, «ni es una realidad la participación de los hombres en las tareas de este tipo ni la participación del Estado, que no coloca los cuidados en el centro de sus agencias y se dedica a recortar en servicios públicos».
Que en su mayor parte lo realizan mujeres es una de los motivos, según Pimentel, de que sea un trabajo «poco valorado socialmente». Carmen Coro, que se hace cargo diariamente de tres niños desde las 7.00 de la mañana hasta las 15.00 de la tarde, lo califica de empleo «invisible» y critica que el de las empleadas domésticas siga siendo un sector de especial vulnerabilidad.
Según señaló la Organización Internacional del Trabajo el año pasado, una de cada tres trabajadoras en España lo hace sin protección social. «Llevas aquí años trabajando y si te despiden te quedas en el aire porque no tenemos derecho a paro, muchas veces somos ninguneadas y más si no somos de aquí», analiza Ana, que reclama que se valore el «empeño emocional» que supone cuidar de otros.
Sunilda Cardozo posa sus manos, una sobre la otra, en el uniforme blanco con el que ha bajado al parque más cercano y su mirada se pierde al fondo, como si estuviera imaginándose lo que son 9.000 kilómetros. Dice que en solo dos meses ha cogido mucho cariño a los niños que cuida y que le gustaría tener más tiempo para salir a caminar.
Descansa los jueves por la tarde y el domingo entero, que aprovecha para ir a la Parroquia de San Lorenzo, en el barrio madrileño de Lavapiés, y encontrarse con muchas otras compañeras de trabajo, migrantes en su mayoría, con las que comparte experiencias. «Hablamos de cómo nos va la semana, de cómo nos sentimos, nos reímos y si vemos a alguna de nosotras que está baja, le ayudamos a levantarse».
Marta Borraz