En la ciudad minera de Yerada llevan meses de movilizaciones, demandando unas políticas económicas más justas: el cierre de la minería les condena a una muerte silenciosa, al privarles del único recurso económico al que pueden acceder sin plantear ninguna alternativa. Pese a la ilegalidad de la extracción, es el propio gobierno el que les compra el carbón que sacan.
El pasado miércoles, 14 de marzo, se produjeron una serie de enfrentamientos cuando los antidisturbios intentaron desalojar una acampada de protesta de cientos de mineros y de sus familiares cerca de una mina de explotación clandestina de carbón, en las afueras de la ciudad, para pedir la liberación de cuatro activistas detenidos.
Las protestas en Yerada, que se desarrollaron hasta ahora de forma pacífica, estallaron tras la muerte accidental el pasado 22 de diciembre de dos mineros en un pozo de carbón clandestino y se extendieron a toda la provincia, de más de 108.000 habitantes y que tiene una de las tasas más altas de desempleo de Marruecos, con más del 24 % de paro.
La mina de carbón de los 9.000 muertos que se sigue cobrando vidas (*)
A medida que uno se va acercando a la parte trasera de la impresionante montaña de desechos de carbón de Yerada, al noreste de Marruecos, cerca de la frontera con Argelia, el lema del reino que está dibujado bajo el cerro se hace cada vez más grande: Dios, Patria, Rey. Un veterano minero que ha calentado los baños árabes del país durante dos décadas señala el cementerio como el punto de partida de este viaje subterráneo, de pobreza y abandono. «Hay centenares de tumbas de mineros y de gente que ha muerto por la silicosis, al respirar durante años las partículas de carbón que están en el aire», dice este hombre, que se llama Abdel.
Habla un poco de castellano porque la primera vez que escuchó mencionar la «maldición del carbón» se encontraba trabajando en una mina leonesa. «Cuando llegué al norte de España apenas tenía 20 años y mis compañeros me repitieron varias veces aquello de que un minero nunca sabe si va a volver a casa. Yo respondí que en la ciudad de Marruecos donde nací, en Yerada, llevaba desde niño recogiendo carbón y que ya había enterrado a nueve primos que habían muerto atrapados en las minas», recuerda Abdel.
Ésta es la historia de los que viven y mueren en la gran mina abandonada. Una cuenca de carbón que se cerró oficialmente hace 20 años porque dejó de ser rentable para las empresas, pero en la que durante este tiempo más de 2.000 vecinos de Yerada han seguido explotando clandestinamente los centenares de pozos abiertos como su único recurso para poder comer todos los días. Una parte de ese carbón acaba, entre otros sitios, en los baños árabes (hammam) del norte de Marruecos. «También hay muchos menores trabajando, niños de 14 y 15 años, hijos de los hombres que emigraron cuando la mina cerró y a los que ahora no les queda otra que meterse en los pozos ilegalmente para mantener a sus familias», explica otro minero llamado Mourad.
Los vecinos de Yerada son conscientes de que el carbón que un día les dio un futuro hoy se ha convertido en su mayor desgracia. «Las llamamos las minas de la muerte porque allí dentro ya han perdido la vida más de 9.000 personas desde que una empresa belga descubrió los yacimientos carboníferos en 1927», cuenta Ahmed, al que tuvieron que amputar dos dedos de la mano hace un par de años, después de que una de las máquinas que suben con una polea los sacos de carbón se le cayera encima cuando estaba trabajando dentro de un pozo. «Casi todas las semanas hay algún accidente. Y en los últimos tres años han muerto siete chicos allí dentro. Los últimos fueron dos hermanos en diciembre. No hay ninguna seguridad».
En la tradición alauí, cuando una persona mayor pierde a un ser querido el pésame se da con un beso en la frente. El anciano Abdelkader lleva 30 días recibiendo el pésame de vecinos, políticos y periodistas. Todos han ido a visitarle a su humilde casa en la aldea de Hassi Bilal, a las afueras de Yerada, al lado de la central térmica que ahora es el principal sustento económico de la ciudad. «Mis hijos no tendrían que haber muerto. Fueron un viernes a la mina, su día de descanso, porque necesitaban dinero para terminar la casa que se estaban construyendo», cuenta Abdelkader, de 80 años, que tiene las manos amarillentas del azafrán con pollo que come todos los días. Pide al fotógrafo que tome imágenes de su casa para que la gente pueda ver la pobreza en la que vive.
El 22 de diciembre, Houssain (30 años) y Jedouane (23 años), los hijos de Abdelkader, murieron ahogados, atrapados en uno de los pozos, a 140 metros de profundidad, después de que abrieran una pared que estaba llena de agua. Su fallecimiento ha despertado a un pueblo dormido (y enfadado). El Centro Marroquí de Derechos Humanos ha dicho en un informe reciente que desde el cierre de la mina han muerto 47 personas. Aunque los mineros de Yerada afirman que en realidad son muchos más. Por ello, todos los días a partir de las 13.20 horas más de 4.000 personas, mujeres, hombres y niños, dejan todo lo que están haciendo y se lanzan a la calle para reclamar derechos sociales. «Queremos vivir», gritan.
Las viudas de Houssain y Jedouane, una de ellas embarazada, aguardan el luto encerradas en casa del padre. Los hijos de ellas, tres niños pequeños, corretean jugando por las calles ajenos a todo el drama que vive la familia. «Los políticos han venido a darme el pésame y a prometerme muchas cosas, pero a día de hoy no hemos recibido nada», protesta Abdelkader.
Del pozo al taxi
La ciudad de Yerada está rodeada de seis montañas de desechos de carbón que conectan con dos galerías subterráneas. Alrededor de éstas hay centenares de pozos donde cada día los mineros artesanales siguen jugándose la vida. De camino a la mina, un par de coches de la televisión pública marroquí, 2M, abandonan el yacimiento. «Esos sólo cuentan lo que les interesa, no la realidad de muertes y el abandono por parte del Gobierno marroquí que padecemos en la región», denuncia un vecino, que añade que unos pocos de sus amigos mineros, después de sufrir algún accidente, han conseguido que las autoridades les concedan la licencia de taxi para que puedan ganarse la vida de otra manera.
El pozo donde murieron los dos hermanos está custodiado por un hombre llamado Boulam que en los años 80 estuvo trabajando en unas minas en Cartagena y que cuenta que tardaron 24 horas en sacar los cuerpos de los jóvenes mineros. Boulam enseña la maquinaria oxidada con la que trabajan, los generadores de luz que no funcionan, el mal estado de las poleas que sujetan a los mineros y del cable que sale de la máquina de extracción hasta el interior del pozo, sin estar sujetadas por ningún castillete. «Esto es una ratonera, no hay ningún tipo de seguridad ni de control», denuncia Boulam.
Es mediodía, y solamente hay un hombre sacando carbón a más de 100 metros de profundidad. Fuera del pozo hay 72 sacos de 50 kilos cada uno. «Cada minero puede ganar entre 100 y 200 dirhams (entre 10 y 20 euros) al día, depende del carbón que saque», dice Boulam. «Esto es una actividad ilegal pero explotada legalmente. Hay una serie de empresarios que tienen licencias y que a su vez tienen a pequeños grupos de mineros locales para que extraigan el carbón que luego venden a los hammams, a los hoteles, a las industrias del ladrillo y a las fábricas», cuenta Abderrahim, un minero ya jubilado.
Hace 91 años, en enero de 1927, los geólogos de la empresa belga Ougré Marihay descubrieron la presencia de la antracita en el área que unía a las entonces aldeas de Yerada, Touissit y Sidi Boubker. El pueblo se convirtió en ciudad alrededor del yacimiento y marroquíes de todo el país llegaron al lugar a sabiendas de que allí había trabajo extrayendo un carbón -hasta 350.000 toneladas al año- que cubría casi el 50% de la actividad energética de Marruecos.
«Cada año había cientos de muertos por las pésimas condiciones de seguridad en las que trabajaba la gente, pero aun así había empleo y si venías a Yerada no te morías de hambre», explica Abderrahim. «El problema empezó en 1990, cuando la empresa marroquí que operaba dijo que le salía muy caro extraer el carbón y era más rentable importarlo del extranjero. Entre 1998 y 2001 se cerró oficialmente toda actividad. Aquí empezó toda esta crisis».
Yerada pasó de tener 60.000 habitantes a 45.000, muchos emigraron a España y a otras partes de Marruecos en busca de trabajo. Y ahora en toda la provincia, que cuenta con más de 100.000 personas, las tasas de desempleo superan el 24%, de las más altas de Marruecos. En este paisaje gris, cada vez hacen más daño enfermedades crónicas respiratorias como la silicosis. «Todos conocemos a alguien que ha muerto de esta enfermedad o que la sufre. Ahora hay un hospital a las afueras especializado, pero no puede atender todos los casos», explica un vecino. El centro médico fue inaugurado hace cinco años por el rey Mohamed VI. Desde la recepción nos dicen que cuentan con 34 camas, pero que ahora tienen ingresadas a 40 personas por silicosis.
Sin control
Cerca del hospital vive Ilias, ex minero y ahora uno de los representantes del sindicato de trabajadores que está negociando con el Gobierno las indemnizaciones que deben recibir sus compañeros enfermos y sus familiares. Ilias explica cómo puede ser posible que, cerrada la mina hace 20 años, aún hoy haya miles de mineros explotándola. «El carbón se extrae ilegalmente, sin medidas de seguridad ni control del medioambiente, pero después las empresas que tienen licencias de comercializarlo lo legalizan. Los empresarios se convierten, en gran medida, en intermediarios», asegura Ilias, que dice que es imposible saber las toneladas reales de carbón que se mueven cada año. «Los mineros locales pueden vender el saco de 50 kilos hasta por 70 dirhams (siete euros), y después los empresarios lo revenden al doble o al triple de su precio a industrias o particulares por todo el país».
Esta semana Yerada se ha vuelto a echar a la calle pidiendo mejoras en empleo, infraestructuras, escuelas, hospitales y seguridad en las minas. Una de sus reivindicaciones más sonadas es que les rebajen las facturas de agua y luz. Su protesta recuerda a las del Rif, de Alhucemas. Allí, a 260 kilómetros, los rifeños llevan desde octubre de 2016 echando un pulso por sus derechos al Gobierno alauí, que respondió encarcelando a los activistas. En cambio, en Yerada por ahora la Policía únicamente vigila las manifestaciones. «Son protestas sociales, están saliendo democráticamente a manifestarse», dice uno de los agentes.
El Gobierno marroquí, a través del gobernador local, ha prometido un «plan de urgencia» en la región y atender a las demandas, incorporando un proyecto para controlar los permisos de explotación de las minas, la seguridad y el cierre de los pozos clandestinos. Al igual que incluir un programa de trabajo en la central térmica de la ciudad y en otras zonas industriales del país. También en el sur de España, sobre todo para mujeres, que puedan entrar dentro de las campañas de recogida de fruta. El ministro marroquí de Agricultura, Aziz Akhannouch, se reunió el jueves con varios representantes locales para escuchar sus demandas y para estudiar cómo puede potenciarse la agricultura en la zona.
El Ejecutivo de Rabat quiere frenar las protestas cuanto antes. No lo tendrá fácil porque, como bien dice el fotógrafo que nos acompaña y que conoce a la perfección la realidad del reino, la gente de Yerada no se había dado cuenta de lo pobres que son… hasta ahora.
* Lucas de la Cal. Fuente: El Mundo