Alemania hizo su milagro explotando a millones de turcos… y hoy los turcos explotan a los Sirios.
Turquía produce alrededor del 70 por ciento de todas las avellanas del mundo y es imposible satisfacer la demanda internacional sin comprarle a sus productores; sin embargo, eso implica apoyar una cosecha con fallas humanitarias evidentes.
Igual que miles de refugiados sirios, Shakar Rudani trabajó a mediados del año pasado en la región del mar Negro de Turquía, hogar de la concentración más grande de cultivos de avellanas en el mundo. Rudani llegó en agosto, con la esperanza de que junto a sus seis hijos, cuyas edades oscilan entre los 18 y los 24 años, pudieran ganar unos pocos miles de dólares. Rudani se fue a finales de septiembre poco más que un firme propósito: no regresar jamás.
El trabajo era arduo y riesgoso. Debido a que el terreno está lleno de pendientes empinadas, sus hijos pasaron una buena parte del tiempo amarrados con cuerdas a unas rocas como precaución a una posible caída mortal. Aun peor, su salario era de 10 dólares al día, la mitad de la tarifa que les prometió el intermediario que los convenció de tomar el empleo.
“Ganábamos apenas lo suficiente para poder ir y volver”, comentó Rudani, un hombre de 57 años que tiene la piel curtida por el sol y vive en un pueblo turco ubicado en la frontera con Siria. “Además estaban nuestros gastos básicos. Regresábamos sin nada”.
Alrededor de un 70 por ciento de todas las avellanas del mundo provienen de Turquía, un botín producido por unas seiscientas mil granjas diminutas desperdigadas por todo el verde paisaje que se extiende a lo largo de la costa norte del país.
Una gran parte de la cosecha termina en las golosinas que nos llenan el corazón, como la crema Nutella que hace Ferrero, las barras de chocolate de Nestlé y los chocolates Godiva que produce una empresa turca, Yildiz. Pocos consumidores saben que detrás de cada una de esas delicias se encuentra una cosecha que desde hace tiempo ha sido famosa por sus riesgos y adversidades, así como por la prevalencia del trabajo infantil, un flagelo que el gobierno ha intentado combatir durante años.
Ahora, una cantidad cada vez mayor de los trabajadores estacionales en los campos de avellanas son refugiados sirios, una población que es vulnerable de un modo único. Pocos tienen permisos de trabajo, es decir, carecen de protecciones legales.
El Código Laboral de Turquía no tiene vigor en los negocios agrícolas con menos de cincuenta empleados, así que una buena parte de la labor de vigilancia que se hace en estas cosechas recae en las empresas de golosinas. Ferrero asegura que supervisa desde múltiples frentes para prohibir el trabajo infantil y establecer estándares de salarios y seguridad. La empresa privada —que encabeza Giovanni Ferrero, quien tiene una fortuna reportada de 22.300 millones de dólares, según Forbes— es un imperio construido con las avellanas. La empresa compra una tercera parte de las avellanas de Turquía. La firma, junto con su competencia, ha tenido problemas para garantizar que no se cierna una sombra sobre las cosechas.
No obstante, realizar un monitoreo extenso de las granjas de avellanas de Turquía es una meta excepcionalmente esquiva porque hay demasiadas de ellas y son independientes. Además el salario mínimo, el cual ofrecen casi todos los productores, no sirve para mantener a una familia por encima de la línea de la pobreza del país. Y esto es antes del pago que se quedan los intermediarios, quienes conectan a los trabajadores con las granjas y a menudo se embolsan más del diez por ciento de los salarios, la cifra estándar.
Todo esto representa un dilema para las empresas de chocolates. Mientras otros países han intentado apuntalar sus producciones de avellanas, Turquía sigue siendo la fuente principal de la cosecha y es imposible satisfacer la demanda internacional sin comprar mucho aquí. No obstante, adquirir avellanas en Turquía significa apoyar un cultivo que tiene fallas humanitarias evidentes.
“En seis años de monitoreo, nunca hemos encontrado una sola granja de avellanas en Turquía en la que se cumplan todas las normas laborales más importantes”, señaló Richa Mittal, directora de innovación e investigación de la Asociación para el Trabajo Justo, la cual ha hecho trabajo de campo en las cosechas de avellanas. “En ninguna parte. Ninguna”.
‘Nunca te encontrarían’
Turquía se convirtió en la capital mundial de las avellanas gracias a la suerte y a la intervención gubernamental. La región del mar Negro tiene una mezcla ideal de terreno margoso, luz del sol y lluvia. Desde finales de la década de los treinta, el Partido Republicano del Pueblo alentó a los agricultores para que plantaran árboles de avellanas, tanto para mejorar la economía local como para reducir los deslaves.
En la actualidad, las avellanas son solo un cultivo dentro del seis por ciento que aporta la agricultura a la economía de Turquía (otros son los de naranja, té, algodón y tabaco). Cerca de una quinta parte de la fuerza laboral del país se encuentra en el sector agrícola, incluidos los trabajadores estacionales que viajan desde diferentes regiones cuando empiezan las cosechas. Unos doscientos mil son refugiados sirios.
Shakar Rudani y sus hijos ahora son parte de este grupo. Rudani fue agricultor en su país natal, donde cosechaba trigo y algodón en un terreno de 15 hectáreas. En enero de 2014, huyó de su hogar con su familia de doce integrantes cuando empezaron a acecharlos los combatientes del Estado Islámico. La bandera negra del Estado Islámico se ondearía en su pueblo durante los siguientes tres años. Un grupo de milicianos kurdos lo tiene bajo control en este momento.
Akçakale, donde se asentaron, colinda con la frontera siria. “¿Ves la casa verde en lo alto de esa colina?”, preguntó Rudani, mientras apuntaba hacia un punto en la distancia. “Esa era mi casa”.
Mientras hacía rodar las cuentas de un rosario en su mano, Rudani dedicó las siguientes horas a describir su vida tumultuosa. Cuando hablaba, una procesión de hijos y primos pasaron a saludar: todos veteranos de la cosecha de avellanas.
Como los otros casi 3,4 millones de refugiados sirios que han llegado a raudales a Turquía desde 2011, Rudani y su familia cuentan con un estatus que suena endeble: “personas bajo protección temporal”. Este grupo obtiene pocos permisos de trabajo, y el sector agrícola es uno de los pocos en los que estos no se requieren.
Su primer encuentro con la cosecha de avellanas, a mediados de 2017, fue un fracaso efímero. Junto con sus hijos manejó hacia el norte en un auto rentado con dirección al mar Negro, un viaje de 1280 kilómetros que tomó veinticuatro horas. Cuando Rudani se percató del peligro que acarreaba el trabajo, decidió que el dinero no valía la pena. Al día siguiente, él y sus hijos volvieron a casa en auto.
“No podía creer cómo eran las montañas”, recordó. “Daba la impresión de que, si te caías, nunca te encontrarían”.
El año siguiente, Rudani estaba más desesperado por ganar dinero, y un intermediario se puso en contacto para decirle que a mediados de 2018 las tarifas iban a ser más altas.
“Le dijo a mi padre que ese año los productores iban a pagar entre 80 y 100 liras turcas al día”, mencionó Muhammad Rudani, el hijo mayor de Rudani. “Pero cuando mi padre llegó ahí, se dio cuenta de que todos los supervisores engañaban a la gente. Uno de ellos le dijo a mi padre: ‘Te daremos 50 liras al día, eso es todo’”.
Rudani y sus hijos se quedaron.
En esencia, la cosecha de las avellanas se divide en dos tareas: recolectar y transportar. Los recolectores toman el fruto seco y lo meten en bolsas, mientras que los transportadores suben y bajan las bolsas, cada una de cerca de 50 kilogramos, por las montañas para luego colocarlas en camiones.
“El principal problema es que no hay ningún lugar donde puedas estar de pie”, comentó Abrahim Khalil, uno de los primos de Rudani. “El terreno es muy empinado. Nunca puedes erguirte por completo”.
Los horarios también son extenuantes, de 7:00 a 19:00 en algunas granjas. Si no trabajas, no te pagan, y la norma es trabajar los siete días de la semana.
Los intermediarios no regulados
Los intermediarios multiplican las dificultades del trabajo agrícola.
Conocidos como dayibasi (se pronuncia [dai-yi-ba-shi]), los intermediarios de Turquía son los operadores menos investigados y menos visibles del sistema agrícola. En términos legales, deben tener educación primaria y un permiso que se renueva cada tres años. En la práctica, los intermediarios no están regulados ni tienen ninguna capacitación.
Entre cosechas, los dayibasi a menudo dan préstamos a los trabajadores, una situación que puede dar como resultado una forma de trabajo no remunerado. Según los sirios, lo más común son las mentiras sobre los salarios, los cuales se suelen entregar en un solo pago al final de la cosecha. Hasta ese momento, los trabajadores solo reciben lo suficiente para pagar comida y renta, y les dan “tarjetas de presentación” —en esencia, un pagaré— por cada día en el campo.
Al parecer, el sistema está diseñado para garantizar lealtad, comentó Saniye Dedeoglu, profesora de Economía Laboral en la Universidad Mugla de Turquía.
“Para crear un grupo de trabajo, se necesitan entre quince y veinte personas y, si alguien se endeuda, es poco probable que se vaya en busca de otro trabajo”, explicó. “Pero hemos visto muchas personas en el campo que han reunido una buena cantidad de tarjetas de presentación y los intermediarios simplemente se esfuman”.
Algunos intermediarios se roban los salarios sin preocuparse por desaparecer. Ismail Sulman, uno de los primos de Rudani, señaló que, después de haber trabajado una temporada en la cosecha de avellanas con ocho de sus hijos, un dayibasi tomó un pago adicional de 3000 liras turcas (unos 560 dólares) de las 20.000 que en teoría debió pagarles. Discutir fue inútil.
“No teníamos contratos, así que no pudimos denunciar ante la policía”, añadió Sulman.
El misterio del mapa de las fuentes
Aunque en un buen año las avellanas de Turquía generan alrededor de 1800 millones de dólares, las granjas tienen problemas de rentabilidad. Los programas más generosos de precios sostenidos se han eliminado de manera gradual. El terreno accidentado prácticamente imposibilita la mecanización de la cosecha. Además, cuando muere un productor, su tierra suele subdividirse entre sus hijos, lo cual solo agrega más parches a un tejido que de por sí parece una locura. En la actualidad, el tamaño de una granja promedio es de apenas 1,6 hectáreas.
Algunos productores tienen pocas expectativas de que las avellanas vayan a generar dinero de verdad. Sema Otkunc, de 70 años y dueña de una granja en Akcakoca, heredó de su padre un terreno de 1,6 hectáreas que sigue cultivando por un sentido de obligación familiar.
“Ahora estamos a merced del libre mercado”, mencionó. “Los compradores dicen: ‘Te daré este precio’. Y nadie puede hacer nada al respecto”.
Otkunc es una parte minúscula de un sistema elaborado y de muchos niveles del que casi no sabe nada. Otkunc es incapaz de identificar a ninguno de los involucrados, más que a su comprador local, ni el destino final de sus avellanas. Las grandes empresas de dulces que se encuentran en la parte más alta de la cadena de suministro tienden a mantener su mapa de fuentes en secreto.
Ningún comprador es más grande ni más reservado que Ferrero. No da el nombre de ninguna de las granjas de donde compran sus proveedores, aunque la simple aritmética sugiere que la respuesta es “la mayoría de ellas”.
La empresa, la cual también vende los chocolates Kinder y Rocher, es el tercer fabricante más grande de chocolate en el mundo, detrás de Mars y Mondelez y delante de Nestlé y Hershey, de acuerdo con Euromonitor International.
Giovanni Ferrero casi no concede entrevistas ni permite las visitas de los medios a las oficinas centrales de la empresa en Alba, Italia. Una vocera respondió preguntas por medio de un correo electrónico, en el que envió una lista de las organizaciones con las que Ferrero se ha aliado para promover un programa que llama Ferrero Farming Values.
“Ferrero está comprometida con brindar condiciones laborales seguras y decentes a sus empleados y solicitamos que nuestros productores independientes hagan lo mismo”, escribió en un correo electrónico.
Uno de los socios de Ferrero es GIZ, una agencia alemana de desarrollo. En un correo electrónico, un vocero señaló que la firma había asesorado a la empresa para diseñar y poner en práctica un sistema de monitoreo de las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores estacionales.
Es imposible juzgar el éxito de los esfuerzos de GIZ, o de cualquiera de los programas de Ferrero, pues la empresa no comparte ningún tipo de información sobre ellos, y cita “restricciones conforme a leyes nacionales de privacidad”.
Mittal, de la Asociación para el Trabajo Justo, dijo que Ferrero respondía las llamadas telefónicas de la organización y participaba en páneles de discusión sobre los problemas laborales. Solo no divulga dónde ni cómo compra sus avellanas.
“No sabemos nada sobre los hallazgos de los programas que han puesto en práctica”, afirmó. “No sabemos nada sobre la diferencia entre las granjas certificadas y las no certificadas. No tenemos ni idea”.
David Segal
Fuente: The New York Times