El 14,1% de las personas que tienen un empleo en España se encuentran en riesgo de pobreza. Apenas ganan lo suficiente para llegar a fin de mes, y muchas veces ni eso.
La pobreza se ha socializado. Ya no hace falta ser pobre de solemnidad para serlo. No es necesario ser marginal, extranjero o excluido –o las tres cosas a la vez– para pasarlas canutas. Hay pobres que no se mueren de hambre ni piden limosna por las esquinas, pero con el dinero que tienen no pueden llegar a fin de mes. El 33% de los diez millones de personas que están en riesgo de pobreza en España tienen un empleo con un salario tan bajo que les sitúa en el límite de la desesperación.
Son los llamados trabajadores pobres, un término que define a una nueva clase social de ciudadanos que han cumplido con todo lo que se espera de ellos, pero no han recibido lo que ellos esperaban. El último informe presentado por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en España revela que el 14,1% de las personas que trabajan en nuestro país se hallan en situación de riesgo de penuria. Según el estudio, «no es el desempleo lo que define a la pobreza» ya que «el grupo más numeroso es el de las personas ocupadas». Solo el 26,5% de los pobres mayores de 15 años, uno de cada cuatro, está en paro.
Estos datos revelan que la crisis económica ha modificado el perfil de los pobres en España, que han ascendido peldaños hasta alcanzar a sectores de la población que hasta hace poco se sentían a salvo. Si antes la antesala de la pobreza era para una persona la pérdida de su empleo, ahora ya no hace falta perderlo para ingresar en el grupo de riesgo. Tener un trabajo ya no es un salvoconducto para evitar la pobreza. La precariedad laboral y los bajos salarios han hecho estragos.
En 2013 la cifras del paro comenzaron un proceso de reducción que se han mantenido hasta hoy. Por el contrario, las tasas de pobreza de la población ocupada han aumentado notablemente en el mismo periodo de tiempo. Los autores del informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza achacan este incremento «al aumento de la población ocupada a tiempo parcial, la reducción del poder adquisitivo de los trabajadores y la reducción en el tiempo de duración de los contratos».
La extensión de los empleos a tiempo parcial coincidió en el tiempo con la disminución del desempleo y el aumento de la pobreza entre los trabajadores. En cuanto al poder adquisitivo, la ganancia media por trabajador entre 2012 y 2016 aumentó el 1,9% mientras que el IPC en este período creció el 4,8%. Respecto a la duración de los contratos, el porcentaje de los de tiempo parcial se ha elevado más de cinco puntos entre 2011 y 2016. «Todas estas cuestiones ponen de manifiesto que no cualquier empleo protege de la pobreza», concluye el informe.
Según los últimos datos publicados por la OCDE, España es el séptimo país del mundo con mayor proporción de trabajadores pobres. Se encuentra detrás de China, que encabeza el ranking, India, Costa Rica, Brasil, Turquía y México. En la parte baja de la tabla se encuentran Irlanda, donde solo un 3,5% de los trabajadores sufren pobreza; Alemania, República Checa, Finlandia o Dinamarca. España es el único país europeo que aparece en los primeros diez puestos entre miembros de la OCDE.
El trabajo no es el único que no protege contra la pobreza.Tampoco lo hacen los estudios, pese a que sí proporcionan mayores instrumentos para salir hacia adelante. Una parte importante de la población en situación de riesgo está formada por españoles (81%), adultos (61%) y con nivel educativo medio (56%) o superior (13,8%). Hay 1,7 millones de pobres con estudios universitarios para quienes la recuperación económica no ha supuesto una mejora. Las cifras de graduados que sufren esta situación se mantienen constantes desde 2014.
La conclusión a la que llegan los autores del informe es desalentadora. «Los datos obligan, nuevamente, a cuestionar la idea de que el mejor antídoto contra la pobreza es el trabajo, cualquier trabajo».No puede interpretarse esto, añaden, «si desde que ha comenzado la recuperación la tasa de pobreza de los trabajadores se ha incrementado drásticamente al menos en cuatro puntos porcentuales».
La pobreza
Perfil
En España, el perfil de las personas empobrecidas es muy distinto al de la miseria. Una parte importante de la población en riesgo de pobreza es española (81%), adulta (61%), con nivel educativo medio (56%) o superior (13.8%) y, además, con trabajo (33%). El 39,2% de la población extranjera proveniente de la UE y el 52,1% de la del resto del mundo son pobres.
Mujeres
Por primera vez desde 2011, las tasas de pobreza femenina superan a la masculina. Hay al menos 6,7 millones de mujeres en situación de riesgo de desamparo social frente a 5,7 millones de hombres.
26,5%
es el porcentaje de personas pobres mayores de 15 años que están en el paro. El grupo más numeroso es el de las personas ocupadas: exactamente una de cada tres personas pobres disponen de un empleo remunerado con un salario con el que a duras penas pueden llegar a fin de mes. Además, el 11,8 % están jubilados y el 28,7 % restante corresponde a otros grupos de población.
Pensionistas
El 29,6% de las pensiones en España están por debajo del umbral de la pobreza, lo que significa que son inferiores a 609 euros mensuales. Según el informe, el 15% de los pensionistas están a punto de caer en la pobreza al hallarse en el tramo inmediatamente superior al límite del umbral. La tasa de riesgo de pobreza de los jubilados ha alcanzado este año el 13,1%, con lo cual ha mantenido la línea ascendente que inició en 2014.
Menores
Si en 2008 uno de cada cuatro menores (23,8%) estaba en una situación de pobreza severa, en 2016 ya era uno de cada tres (33,4%). En 2017 este porcentaje ha ascendido hasta el 38,2%.
10
millones de personas, el 21,6% de la población residente en España, se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social. La cifra supone una reducción de siete décimas y de unas 300.000 personas con respecto a 2017. La evolución mantiene una tendencia descendente aunque aún no ha alcanzado los niveles de 2008, año en el que empezó la crisis y en el que se registraron 9 millones de pobres.
Estudios
El informe concluye que la salida de la crisis «está elevando el perfil educativo de los pobres». Entre 2008 y 2017, el grupo de personas con nivel educativo medio o alto ha pasado del 30 al 35,8%.
Por comunidades
El riesgo de pobreza o de caer en ella no está distribuido igualmente en todo el territorio de España. Por regiones, uno de cada cuatro menores pobres (23,8%) vive en Andalucía. Entre Extremadura, la comunidad con la tasa más alta de pobreza, y Navarra, que registra la más baja, hay una diferencia de 30,8 puntos porcentuales. Por la cola siguen Canarias, Andalucía yCeuta. Después de Navarra, se hallan La Rioja,País Vasco y Aragón.
6,9%
es el porcentaje de la población española que se halla en un estado de pobreza severa. El 1,7% está en la peor situación económica y social posible.
De ello saben mucho las personas que aparecen en estas páginas. Saben lo que es trabajar sin más horizonte que el de sobrevivir y con miedo a perder el empleo. Viven pendientes de unos números que nunca les cuadran.
Juan Hernández – Recolector
«No he cumplido mi sueño. He salido perdiendo»
Cuando un cítrico se recoge mojado, el fruto madura antes y se pudre más rápido. Es por eso que Juan Hernández está hoy en casa. Como ha amanecido con lluvia no ha podido salir al campo a trabajar. Hace días que no lo ha hecho y las previsiones meteorológicas no auguran nada bueno para los días siguientes. No queda más remedio que esperar con los ojos pendientes del cielo. Tarde o temprano escampará y entonces podrá ganar algo de dinero, que falta le hace. Ya debe tres meses de alquiler.
«Para mí no es bueno que llueva, aunque para el campo es beneficioso», dice desde Málaga Juan, que se ve enredado en una de esas pescadillas que tanto se muerden la cola en el mundo de la economía. Si llueve poco la cosecha se resiente y el trabajo escasea, pero cuando empiezan a caer gotas no puede salir a faenar. Es algo parecido a la historia de su vida. Si no trabaja se hunde en la pobreza, pero si lo hace no sale de ella.
¿Le gusta que le llamen trabajador pobre? «No es que me guste o no, es que lo soy», responde Juan Hernández, un ecuatoriano nacionalizado español que llegó a España hace quince años con un sueño en la cabeza. Para cumplirlo dejó tras él dos hijos adolescentes con la promesa de volver a verlos y se vino para aquí con una maleta repleta de optimismo.«Pensaba que iba a ser fácil encontrar trabajo», dice.
No andaba desencaminado. Encontrar, lo encontró, y no fueron uno sino varios los trabajos que fue encadenando. Hasta ahí el sueño se cumplió, pero no como lo había imaginado. «Antes de los cítricos trabajé en la obra, pero unas veces no hay trabajo y otras no te pagan, que fue lo que me pasó hace cuatro años en Madrid. Por lo menos, en el campo se cobra siempre, aunque haya poco trabajo».
Es la lluvia la que marca su salario en un actividad económica, la de recogida de cítricos, que dura todo el año. En los buenos meses gana mil euros, pero en los peores su sueldo desciende hasta los 700. Con ese dinero debe afrontar el alquiler de un piso de 440 euros en Málaga, la ciudad en la que vive. «Si le añades el agua, la luz y todo lo demás, lo que tengo que pagar al mes pasa de los 500», afirma Juan. No le queda mucho para grandes alegrías y mucho menos para ahorrar el dinero que le permita viajar a Ecuador para visitar a los hijos que dejó allí y que ya son treinteañeros. La última vez que los vio fue hace doce años. Desde entonces no ha podido regresar.
Vivir, al menos
No deja de trabajar pero, en lugar de mejorar, su situación empeora. Es lo que tiene ser trabajador pobre, mientras la vida se encarece a su alrededor, sus salarios permanecen inalterados e incluso descienden. Hagan lo que hagan solo retroceden; es como si caminaran sobre una cinta de correr y tuvieran que dar las gracias por hacerlo. «Yo soy afortunado porque tengo trabajo, no gano bastante pero por lo menos puedo vivir», dice Juan, que se consuela recordando que conoce a «gente que está en muchas peores condiciones, que ni siquiera trabaja».
Con lo que le queda tras pagar el alquiler –cuando pueden hacerlo– viven Juan Hernández, su esposa y su hijo de trece años. Se ven obligados a apañárselas con ese dinero y con los alimentos que recoge periódicamente de Lagunillas, una asociación que reparte comida a los cada vez más agobiados trabajadores y desempleados de la zona y con la que colabora cuando no sale al campo.
«Parece que va a llover todos estos días», anuncia como quien hace cálculos para ver si este mes podrá pagar el alquiler. «Es duro pero toca conformarse con lo que hay, porque de lo contrario no se podría vivir», dice. Juan Hernández tiene 59 años, una edad incómoda para buscar sueldos decentes. «No creo que ya lo vaya a conseguir, uno está haciéndose mayor», reconoce. Del sueño que se trajo hace quince años queda poco. «No se ha cumplido; más bien he salido perdiendo».
Javier Morata – Repartidor
«Estás al límite. No queda más remedio que seguir»
Yo no vivo, sobrevivo», dice Javier Morata. Tiene 39 años, es de Barcelona y durante mucho tiempo encadenó un trabajo tras otro. Aquella, la de antes de la crisis, era una época de esplendor. «No tuve ningún problema, había un boom de empresas de trabajo temporal que duró diez años». Hizo de todo con salarios decentes:repartió comida, acudió a la vendimia, fue operario en fábricas de automoción, donde no faltaban las oportunidades, y montó palas eólicas. Pero llegó la mala racha y la buena vida comenzó a desaparecer. Su último destino más o menos estable fue una empresa de frenos de motocicletas, pero no duró mucho. «Se llevaron la producción a otro sitio».
Hace año y medio comenzó a trabajar en una de esas empresas de reparto que ofrecen a sus empleados la oportunidad de ser sus propios jefes, horarios flexibles, ingresos competitivos y la posibilidad de conocer su ciudad trabajando al aire libre. No suena mal aunque, según Javier, la realidad es algo diferente, empezando por lo del aire libre, que no sabe de derechos laborales y a veces incomoda. «Algunos compañeros salían a la calle a cuatro bajo cero», recuerda.
Aportó su propia moto, se hizo autónomo y empezó a recorrer las calles de Barcelona para ganar dinero. Los mejores meses llegó a cobrar «entre 800 y 900 euros cada quince días», a los que había que restar el gasto del vehículo, las comidas fuera de casa, el IVA y la cuota de autónomo. Al final su sueldo rondaba entre los 800 o mil euros mensuales, según la cantidad de repartos que le habían asignado.
Llegar a ganar ese dinero no es tarea fácil. «Por la subida de bandera te dan 2,80 euros; a eso le suman la distancia que recorres hasta el destino, que la calculan en línea recta, y un plus por el tiempo de espera. En total, puedes obtener entre 7 y 8 euros por hora, y había días que trabajaba once horas para cobrar unos 80 euros», explica Javier. Sus semanas llegaban a ser de 77 horas laborales, a las que se añadía el tiempo de desplazamiento hasta su casa, a una hora de Barcelona.
Aquello no era vida. Javier descansaba un día cada dos semanas, que era cuando cobraba. No podía tomar vacaciones ni cogerse una baja, porque esas no son cosas de autónomos. «No puedes ni pensar en ello», asegura. La suya era una carrera continua hacia ninguna parte, algo así como dar vueltas en un laberinto sin salida. «Te das cuenta de que estás al límite, de que no puedes dejar de trabajar. No te queda más remedio que seguir adelante para hacer frente a unas facturas que siempre estás a punto de dejar de pagar».
«El problema –sostiene– es que no tienes ingresos constantes, mientras que para vivir necesitas una casa, teléfono, comer y un coche si quieres que te den trabajo. Esos gastos son fijos, pero lo que ganas no lo es». Los números, «que nunca salen», y la tensión de jornadas interminables le condujeron hasta una crisis de ansiedad. «Al final te das cuenta de que trabajas para no salir de la pobreza; yo llegaba a casa hecho polvo, con ganas de llorar después de once horas seguidas para no poder llevar una vida normal».
«Precarización total»
Javier Morata vive en un piso que le cuesta 280 euros al mes. Reconoce que es un precio asequible y, además, ha arrendado una habitación a una chica que le ayuda a pagar el alquiler. Él vive solo y no llega a imaginar cómo puede sobrevivir una pareja con hijos que cobre su mismo sueldo. «No sé cómo lo hacen», asegura.
Para su desgracia, puede que tenga la oportunidad de experimentar una sensación parecida. Hace quince días le despidieron de su trabajo «por mandar unos ‘wasaps’ en un grupo privado de repartidores para decirles que nos teníamos que organizar». Desde entonces, pasa las horas enviando currículos para encontrar un nuevo empleo, aunque no tiene demasiadas esperanzas de conseguir alguno que le haga salir de la rueda en la que no deja de girar. «Estamos ante el ‘fast food’ del trabajo, es la precarización total, como los mexicanos que esperan en una esquina a que les contraten», se queja.
Él protesta porque está en su derecho, pero también es consciente de que, «si dependes de trabajos precarios, tienes que asumir lo que hay». Su futuro tiene forma de números, los que son tan difíciles de cuadrar. «Tengo sesenta euros en el bolsillo, como no encuentre otro trabajo…». Y comienza a calcular. «Se te juntan los recibos, se te rompe la lavadora… No se puede hacer frente a eso».
Carlos – Pintor
«Gracias a mi familia no estoy bajo un puente»
Carlos –su nombre es ficticio– habla de su gran problema cada varios minutos; se nota que le preocupa. «Tengo 55 años, la peor edad para comer. Nosotros ya no valemos», asegura. También dice que «los trabajadores son pobres porque, si no lo fueran, no serían trabajadores», aunque admite que unos son más pobres que otros. Yél es uno de ellos. Su familia es la barrera que impide que acabe «durmiendo bajo un puente».
Vive en Barcelona, ha sido pintor, mecánico y llegó a tener un pequeño negocio que no duró demasiado tiempo. La crisis económica arrasó con muchas vidas que parecían encarriladas y las llevó por otros caminos, como el que emprendió Carlos cuando, «por la edad», dejaron de llamarle. Antes de hacerse «viejo» le contrataban esporádicamente «cuando había faena» y después le echaban «a la calle», pero luego ni eso.
Así que ahora se ha puesto por su cuenta y se dedica a «hacer chapucillas en negro». Trabaja en reparaciones o en obras en pisos de amigas de su madre, confiando en que el boca a boca le traiga más encargos. A veces no le va mal, lo que no quiere decir que le vaya bien. «Igual por un pisito gano 600 euros. Hay meses que no gano nada y otros sí, depende de cómo vaya la cosa. Estamos luchando como podemos».
Mientras habla ríe en ocasiones –«no me voy a echar a llorar»–, sobre todo cuando menciona «el ‘loft’» en el que vive. «Tiene veinte metros y ahora lo tengo en obras, pero el Ayuntamiento no me da la cédula para la luz y estoy a oscuras». La casa, o el espacio que sirve como casa, es de su madre, que vive en la planta de abajo. «Ella es pensionista y me ayuda junto con mis hermanos; si no fuera por ellos estaría en la calle», reconoce.
Acudió a Cáritas, donde le ayudaron a preparar currículos para enviar a las empresas, aunque no tuvieron mucho éxito. «En un año me llamaron solo una vez y fue para pintar en un hotel. Fui allí, salió una mujer de recursos humanos que no sé qué sabía de pintar habitaciones, nos habló muy bien y al final no me cogieron, yo creo que por la edad. La verdad es que ya estoy harto de mandar currículos».
Carlos sigue ofreciéndose como trabajador en un sector, el de «las chapucillas», en el que «lo que hay es piraterío». «El mundo funciona así, todo en negro. Si quiero hacerme autónomo me piden que gane 150 euros al día, y eso es imposible. Lo que hay es lo que te obligan», se lamenta, con la resignación de quien todo lo ha visto. Se siente prematuramente mayor y ya ve de cerca las nubes de la jubilación. Con lo poco que ha cotizado, no espera grandes alegrías, así que prefiere no pensarlo mucho. «Ya veremos cómo llega; tal y como están las cosas, igual nadie cobra». Y ríe cuando lo dice.
Carmen – Camarera de piso
«En vez de avanzar hemos retrocedido»
Algunos días llego a casa y casi no me puedo mover del dolor de espalda que tengo». Carmen es una camarera de piso que trabaja en un hotel de Canarias. No quiere dar su verdadero nombre porque tiene miedo de que la despidan por hablar demasiado. Forma parte de un colectivo de mujeres que viven «explotadas, mal pagadas y con problemas de salud» que a muchas las hace trabajar medicadas.
Está separada y tiene una hija pequeña con la que vive en un piso de alquiler que le cuesta 500 euros. Por arreglar «unas veinte habitaciones al día» cobra 900 euros. En el sueldo vienen incluidos «los desplantes del director, que nos trata como si no existiéramos», y los encuentros con clientes que a veces dejan mucho que desear. «A algunos me los he encontrado borrachos».
Con lo que gana es imposible que a Carmen le salgan las cuentas. «Muchas de nosotras somos trabajadoras pobres, y más desde que los servicios se han externalizado». Ella tira hacia adelante con la pensión que su exmarido le pasa a su hija y con la ayuda de sus padres, que le pagan siempre que pueden la luz y el agua. «Si no fuera por eso no podríamos vivir», asegura.
Empezó a trabajar como camarera de piso hace diez años. Ahora tiene casi cuarenta y nota que su profesión ha cambiado radicalmente. «Hace años la situación era muy diferente. Ahora somos más pobres que antes; en vez de avanzar hemos retrocedido», se lamenta. Hace camas, limpia cuartos de baño, pasa la aspiradora, vacía las papeleras, ordena las mesillas… Todo en un tiempo récord, para que la gobernanta no les eche en cara su lentitud. Hay que cumplir un horario y un número de habitaciones. No importa el cansancio ni los dolores, es como si no existieran.
Ellas son esas personas con las que nos cruzamos en los pasillos de los hoteles sin apenas saludarlas y las que nos miran con ojos inexpresivos cuando nos asomamos a una habitación abierta para ver cómo es por dentro. Son seres invisibles a los que apenas se les ha tenido en cuenta. «Cuando vi a Ana Obregón en televisión haciendo como que trabajaba de camarera de piso y diciendo que le daba asco limpiar el baño me sentí humillada, me dieron ganas de llorar y llamar a la emisora para protestar», asegura Carmen, sin ocultar la rabia que le dieron aquellas imágenes.
La pregunta es ingenua y le hace reír. «¿Cuando va a un hotel de vacaciones se fija en sus compañeras?». «¿A un hotel? ¿Crees que puedo ahorrar algo? Con lo que gano no puedo guardar nada», responde. Quizá podría pedir algún tipo de asistencia social, pero no le está permitido. Como tantos trabajadores, se encuentra en un círculo del que no puede salir. «Como tenemos una nómina no podemos pedir ayuda».
Javier Guillenea
Fuente: laverdad.es