La temporada de corta de café es la estampa más folclórica de El Salvador. La imagen que representa a la alegría, a la bonanza, al trabajo de miles de personas y el colorido de la vieja república cafetalera. Pero en los últimos años, la roya inmoló cafetales en todo el país. En muchas fincas ni siquiera hay granos qué cortar. Esta temporada 113,000 familias se quedaron sin su mayor o única fuente de ingresos. Los colonos ya no tienen qué comer, un drama que sufren en silencio.
Sin comida. El 96 % de los hogares que depende del jornal en los cafetales tenía pocas o no poseía ninguna reserva de alimentos en diciembre de 2013, según el PMA.
En las profundidades de la finca de La Malinche, en un rincón escarpado del municipio de Apaneca, en Ahuachapán, el silencio parece estar hermanado con la tristeza, con la soledad. Es un silencio incómodo en plena temporada de corta del café. Porque esta mañana de enero –según la tradición– debería de ser festiva en el cafetal, pero solo se escucha el viento. No se oyen las voces de los cortadores, el griterío de los niños que los acompañan, ni la voz fuerte de los mandadores. Todo parece embargado por el silencio, también la familia Girón.
René Girón –padre–, Sara Girón –su hija– y Leonardo Girón –el nieto de seis años– lucen distantes en un sendero de esta finca. Los tres son colonos en La Malinche. René y Sara lucen estoicos. Leonardo corretea tímido entre los arbustos. Los adultos lucen preocupados. El niño no lo entiende. En toda la mañana, los Girón solo han recolectado dos arrobas (50 libras) de café. Una jornada en la que solo han ganado $2 entre Sara y René. Por eso no cruzan palabras. El silencio tiene una explicación.
—Es por la roya… –dice René, derrotado, mínimo, casi susurrando.
Su hija Sara –morena y de ojos taciturnos– habla de años pasados en que les iba bien. Y “bien” acá es tener suficiente dinero para comprar frijoles y maíz. Nada más. Nada. Pero eso era antes de que la roya quemara las hojas de este cafetal y del resto de fincas en Apaneca, en Ataco, en Juayúa, en las faldas del volcán de Santa Ana, en San Salvador, en Chinameca, el 40 % de los cafetales del país. Sara habla de 2011 como si ya fuera lejano. Habla de jornadas en las que 200 cortadores trabajaban en las profundidades de La Malinche –rompiendo con su trajín el silencio del cafetal– y una sola persona podía recolectar más de 10 arrobas de café. “No como ahora que andan 40 personas y ajustamos una arroba”, dice Sara, cabizbaja. Nada es exagerado y esta no es una plática trivial. La vida de colonos como la familia Girón está reducida a un acto de supervivencia: sin terreno, sin milpa, sin frijolar, sin ganado, sin luz eléctrica, sin agua potable. El límite no se mide en posesiones sino en tener algo sobre el fogón para engañar al hambre.
Entonces el silencio del cafetal se vuelve trampa. Uno puede morir en esta finca, que es una montaña fértil desde donde se ve el océano Pacífico, sin que nadie se dé cuenta de ello. Y en medio de una crisis agrícola como la que el hongo de la roya ha llevado a los cafetales, no hay espacio para la exageración.
Se corta café y hay dinero justo para el maíz y un poco de frijoles. No se corta y una familia puede pasar días sin comer. En El Salvador hay 50,000 familias vulnerables a la inseguridad alimentaria por la roya, según las cifras del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas. Son 50,000 familias como la de René Girón, su hija Sara y su nieto. “La situación de los colonos es una bomba de tiempo, una verdadera emergencia silenciosa”, plantea Dorte Ellehammer, representante del PMA en el país. René Girón dice que en su casa se han quedado otras seis bocas qué alimentar, dos son recién nacidos. Uno es el bebé de su hija Sara. Pero hoy, en la finca La Malinche, al mediodía, mientras otros cortadores comen tortillas y tomatada; René, su hija y su nieto de seis años no tienen comida para almorzar. René miente y dice que uno puede engañar al estómago para no sentir tanta hambre después del trabajo. Se resigna. Los tres descansan bajo la sombra de un árbol de pepeto que no luce ni un solo fruto. No cruzan palabras. Como si estuvieran esperando que alguien viniera o quisieran mimetizarse en este paisaje bucólico. El hambre se sufre en ese silencio.
René Girón se está quedando sordo. Hace años, el colono de La Malinche sufrió un dolor de cabeza que lo dejó sin audición. Era un dolor punzante que lo aturdía y lo mareaba. Fue a consulta pero nunca se sometió a los exámenes correspondientes. Dice que nunca tuvo “esa facilidad”. Así que René desconoce el motivo por el cual apenas escucha lo que los demás dicen. Y poco a poco, las voces de toda su familia se le van apagando. Su hija Sara casi le grita para comunicarse con él.
—¡Le pregunto si ya había visto una cosecha más mala que esta! –grita Sara.
—No, nunca en todo el tiempo que llevo aquí –responde René, tranquilamente.
El tiempo que René lleva en La Malinche es toda la vida. El colono nació y creció en este cafetal de Apaneca. Antes eran él, su madre y sus hermanos. Ahora son él, su esposa María del Tránsito Álvarez, sus hijas y sus nietos. Pocas son las cosas que han cambiado. Todos son colonos y viven como siempre han vivido los colonos: con frío, lejos de todo y de todos, habitando en un refugio levantado por su propia necesidad con madera, plásticos y cartones. A 1,326 metros sobre el nivel del mar y casi dos horas caminando del pueblo de Apaneca. Solos.
René se queda cortando en el cafetal sin haber almorzado, mientras otros cortadores caminan por los senderos de La Malinche. La mayoría de ellos han subido hasta esta finca desde San Pedro Puxtla, Guaymango o Ataco. Todos vienen huyendo de los cafetales que están a menor altura sobre el nivel del mar. Allí, la infección de la roya ha sido aún más letal. “Allá abajo no hay corta, hay fincas que ni siquiera hojas tienen y uno, por la necesidad, no se puede quedar sin cortar”, asegura Javier Jiménez, un cortador que ha venido junto a su hijo de 15 años desde el cantón La Esperancita de Guaymango, donde no hay luz eléctrica ni agua potable.
La finca de La Malinche tiene poco café. Tan poco que dejaron de pagar $1.25 por cada arroba recolectada como en 2012 y ahora paga solo $1. Centavos que son cruciales para los colonos. El número de cortadores también se ha reducido drásticamente en la finca. Si uno se adentra mucho en el cafetal de 150 manzanas pronto se encuentra totalmente solo. Pero siguiendo por el sendero principal de la finca se llega a la casa del colono René Girón. La vivienda está en un filo angosto de la montaña. A esta hora del mediodía, María del Tránsito, la compañera de vida de René, cuida a los cinco niños de la familia. Pero sobre todo, ella resiste en su propio calvario.
Este es el segundo año que no corta café en La Malinche. Su aporte es una entrada menos para este hogar. Porque a finales de 2011, a María del Tránsito Álvarez le diagnosticaron cáncer en la matriz. Por eso se queda cuidando a los niños junto a su hija Mercedes. Y María del Tránsito sigue resistiendo su cáncer sin medicinas ni hospitales. A esta hora del almuerzo, las dos están sentadas –sin comer– dentro de la vivienda con paredes de madera donde se cuela el viento. Cada una chinea a un bebé: Mercedes carga a su hijo Élmer, de cinco meses; María del Tránsito carga a su nieto Otoniel, quien nació el 15 de septiembre de 2013, en un país que celebraba su independencia y donde alrededor del 6 % de su población todavía sobrevive con $1 al día, según las mismas estadísticas oficiales.
Y en la emergencia alimentaria por el impacto de la roya en los cafetales hay 25,860 niños afectados. Alrededor de 8,410 de ellos son menores de cinco años de edad. Porque nacer en el seno de una familia de colonos es tener todo en contra desde el primer momento. La noche del 18 de septiembre de 2013, Sara Girón se adentró en el cafetal con su hijo de tres días de nacido en brazos –después de que le dieron el alta en el hospital de Ahuachapán– y le tocó correr bajo la lluvia. Antes hizo lo suyo al solicitar ayuda a la unidad de salud, a la policía, a la alcaldía municipal pero nadie la vino a dejar hasta las profundidades de la finca. Le dijeron que la ambulancia estaba en el taller, que no había suficiente gasolina para la patrulla policial, o que no había carros municipales de Apaneca para auxiliarla a ella y a su hijo de tres días de edad. Al final, un conductor de mototaxi se apiadó de los Girón y los acercó lo más que pudo a su casa. Pero igual se mojaron. Unos días después de la tormenta, Sara y su bebé volvieron de emergencia al hospital. Madre e hijo pasaron casi una semana internados. Nacer como colono es tener garantizado un rosario de adversidades.
Los dos bebés en la familia Girón se parecen mucho entre ellos. Mercedes –madre de uno y tía del otro– los amamanta a ambos mientras su hermana, Sara, corta café en la finca. El cuadro familiar de los Girón es completado por Kenya, de ocho años, la inquieta hija de María del Tránsito; y Jessica, la hija de cuatro años de Sara. Jessica es la única que come a esta hora. La niña tiene un plato lleno arroz entre sus manos. Es el arroz que les dio el Programa Mundial de Alimentos (PMA) en septiembre, octubre y noviembre.
Porque la situación de los colonos –y otras familias que dependen de la corta del café– es tan precaria a escala nacional, que el PMA ya les entregó tres raciones de alimentos de 20 libras de frijol, 66 libras de maíz, 66 libras de arroz y un galón de aceite. Fueron 11,205 familias beneficiadas y que ya se habían quedado sin comida ante el impacto de la roya en las fincas cafetaleras. Y en enero de 2014, a casi dos meses de la última entrega de alimentos, la familia Girón sigue comiendo de esa ayuda. Es lo único que tienen.
—A saber qué hubiera pasado si no nos dan esos frijolitos –cuenta María del Tránsito, sentada frente a una estrecha mesa de madera.
—¿Y qué cenaron el 24 y el 31 de diciembre solo con esa ayuda?
–Ah, si no cenamos, como no teníamos nada ligerito nos acostamos.
—¿Nunca cenan?
–A veces, solo cuando conseguimos algo.
La precaria vivienda de la familia Girón es solo una de las más de 1,000 que están sumergidas en el océano de los cafetales de Apaneca. Cada finca tiene uno, dos, cinco o hasta una comunidad de más de 40 colonos. Ninguno de ellos tiene milpa o frijolar así que la comida casi siempre escasea. La roya solo ha sido el tiro de gracia. Los colonos hacen lo que pueden por sobrevivir. Nelson Santos en la finca La Bellota sube al vecino cerro Chichicastepec y baja pantes de leña para venderlos. Tiene un ingreso de $1.25 al día. El hijo de Reina Granados de la finca Miramar se cansó del cafetal y se fue a trabajar de vigilante a Santa Ana. Gana $90 cada quincena.
Cada quien se rebusca como puede. Eso se nota al caminar por la finca Pretoria, una de las comunidades de colonos más grandes en Apaneca. Casi todos en este asentamiento con nombre de ciudad sudafricana recibieron el paquete de alimentos del PMA. Adelina Ordóñez, de 63 años, cuenta sobre la emergencia alimentaria que viven en Pretoria, mientras camina rumbo a su casa después de pasar todo el día intentando cortar café en la vecina finca Santa María.
—Con esta temporada sí que nos desconsolamos, si solo puchitos hacemos, hoy hice tres arrobas porque me tocó lo bueno –dice Adelina, caminando.
—¿Y cuánto dinero les va a quedar al final de la temporada?
–Ah Dios, tata. Nada…
Adelina es una mujer morena, bajita y de paso ágil. De todos sus años de vida, solo salió de esta finca durante tres, cuando era joven y se fue a trabajar como empleada doméstica en una casa de la colonia San Francisco, en la ciudad de San Salvador. Ese es el camino que la mayoría de colonos siguen por la crisis del café. Adelina se para a la orilla del cafetal que rodea a Pretoria, ve a todos lados, y asegura que antes había muchos más que los 70 colonos que todavía viven en esta finca. Pero poco a poco, más hombres y mujeres dejan el cafetal ante la falta de trabajo. O porque no les alcanza con el $4.60 que pagan por un día de trabajo en el cafetal durante la temporada lluviosa. La llegada de la roya solo ha acelerado el éxodo de los colonos.
No se van rumbo a Estados Unidos. De hecho, solo cuatro de cada 100 personas reciben remesas en Apaneca, según las estadísticas del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Los hombres se van a San Salvador para convertirse en los guardias de seguridad que vigilan bancos y restaurantes. Son los uniformados que abren la puerta y se pasean por los estacionamientos con una escopeta al hombro. Las mujeres también se van y trabajan de empleadas domésticas en la cocina o cuidando niños. Es una vida difícil la que aguarda a los colonos afuera del cafetal. Lejos del lugar donde crecieron pero que nunca les perteneció, para llegar a otro donde el sacrificio es grande y el salario es mínimo. “Pero al menos ganan perenne, aunque sea un poquito”, dice Adelina, con tono de resignación, mientras llega al extremo sur del casco de la finca Pretoria.
La anciana luce extenuada por el trabajo de todo el día entre los cafetos. La hija de Adelina sale a encontrarla cuando la oye llegar. Se llama Margarita y esta temporada no ha salido a cortar porque está cuidando a su bebé de dos meses. Margarita regresó hace un tiempo a Pretoria después de trabajar por años en la cocina de una casa en la colonia Maquilishuat de San Salvador. Le pagaban $100 cada quincena y cocinaba para 10 personas. Es bachiller General pero eso no le valió para conseguir un mejor empleo. No volvió a la finca porque quiso, sino porque su madre enfermó y no había quien cuidara de ella. Pero ahora, después de unos meses de maternidad, ya está pensando en volver a la ciudad para buscar empleo.
—Si la situación no mejora quizás si vuelva a San Salvador, aunque sea tan sacrificado –dice Margarita, de pie en el pasillo de su casa de madera, frente a una vieja y oxidada báscula para pesar el café.
Ella no es la única que piensa irse de nuevo del cafetal y probar suerte en la ciudad. Uno de los vecinos de Margarita, el colono Tereso Pérez, también medita la idea. Él ya trabajó por 11 años como guardia de seguridad en la zona industrial del puerto de Acajutla, y en un negocio de máquinas tragamonedas en Sonsonate. Allí, Tereso veía cómo niños, jóvenes y adultos perdían cientos de dólares por su adicción a los juegos, mientras a él le pagaban $120 quincenales y venía de una finca donde cada centavo es vital para la comida. “Al local casi siempre llegaba un niño que quizás ‘gaveteaba’ a la mamá porque de las 8 de la mañana a las 3 de la tarde se podía gastar $300 jugando en las maquinitas ¡Imagínese! Lo que una familia hace en una buena temporada cortando café”, exclama Tereso todavía impactado, desde el reducido solar de su casa construida con tablas de pino y laurel.
Pero Tereso Pérez volvió a Pretoria –después de tanto tiempo lejos del hogar– para encontrar una situación más complicada de la que se vivía cuando se fue por primera vez. Apenas y ha conseguido trabajar en la finca La Cubana en las faldas de un alto cerro cerca a Pretoria, y la comida que el PMA le entregó a su familia de 11 integrantes ya se está terminando. Los próximos meses de 2014 no pintan nada bien. La temporada de corta fue mala y efímera, todos dudan que los dueños de los cafetales inviertan mucho en el mantenimiento de la finca. Van a ser pocos los colonos que logren trabajar abonando, cortando la maleza y podando las ramas que hacen sombra al cafetal durante la próxima temporada lluviosa. Aquí en la finca Pretoria, y en el resto de Apaneca, nadie sabe con certeza cómo va a sobrevivir.
“Estas son familias tan pobres que con cada golpe que ellos reciben, pierden el entusiasmo de poder salir adelante, muchos ya se han resignado, es triste, pero esta solo es la punta del iceberg y el panorama no es alentador, como PMA ya tenemos un nuevo proyecto de entrega de comida que esperamos iniciar en marzo de 2014, pero este es un problema que no tiene soluciones fáciles, la pobreza de los colonos no se va a solucionar solo dando cositas, hay que buscarle nuevas alternativas a la problemática”, explica Dorte Ellehammer, representante del PMA en El Salvador.
La funcionaria de Naciones Unidas asegura que en cualquier comunidad en un estado de emergencia como el que se vive en Pretoria, la estrategia del PMA sería desarrollar proyectos que beneficien al asentamiento, como el mejoramiento de caminos o aprender nuevas prácticas agrícolas. Pero los colonos habitan en las profundidades de fincas privadas y sin tierra que cultivar.
Tereso asegura que se va a rebuscar lo más que pueda. Ya comenzó a buscar trabajo en las fincas cercanas a Pretoria. Hoy cortó café en la finca de El Ópalo, después dice que irá más lejos. A donde sea. No quiere dejar a su familia. Tereso está decidido a agotar todos los recursos antes de irse a la ciudad y desvelarse trabajando como vigilante. Asegura que esa vida está llena de amarguras y frustraciones. En el trabajo que tenía en la sala de máquinas tragamonedas en Sonsonate, su jefa le descontaban las cuotas del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS), pero una vez que enfermó y fue a consultar a la clínica le dijeron que a él nunca se las habían depositado. “No es justo que uno tenga necesidad y aún así le roben”, dice Tereso.
La roya también destrozó los cafetales de Ataco. Eso se ve a simple vista si uno deja atrás el casco del pueblito y se adentra en el camino de tierra que lleva al cantón El Naranjito. Los cafetales se ven calvos y sin frutos. Un martes a las 4 de la tarde, un hombre triste camina con un guacal lleno de orquídeas sobre su espalda. Dice que la corta está mala, que no hay nada que hacer, que pocos andan cortando, que todo da lástima. El hombre sigue su camino entre el polvo. Vende cada orquídea a $1.50 y también la aromática planta que llaman Galán de novia.
Pocos cortadores vienen por la calle polvosa que lleva hasta El Naranjito. Un grupo de hombres, mujeres y niños que está separando el café verde del rojo, en la finca San José, tienen rostro melancólico. Casi no han cortado nada. Una de los mejores cafetales en la zona dejó de producir como solía hacerlo. Esta temporada, el pesar todo el café recolectado ha dejado de ser un acto de alegría, y se ha convertido en algo triste. No hay ningún ingreso extra qué celebrar.
—No hayamos para dónde agarrar –dice un cortador llamado Miguel Reynosa.
En las fincas aledañas el panorama es igual. A esta hora, un grupo de cortadores viene bajando desde la finca Santa Fe, una cumbre empinada a más de 1,300 metros de altura sobre el nivel del mar. Todas son mujeres. Todas vienen cabizbajas. Casi no cortaron nada. Rosa Martínez, una de las cortadoras, asegura que esperaba mejor suerte. Creyó que ante la falta de cortadores podría hacer un par de arrobas de más. Porque muchos se fueron ya de estos cantones de Ataco urgidos por la necesidad. La mayoría de hombres se han ido a rebuscar a Juayúa o Salcoatitán.
Al llegar a la encumbrada finca Santa Fe, el mandador Manuel Aguilar asegura que buscó a 50 personas para la temporada de corta, pero no pudo apuntar a más de 20 en su cuaderno. Tuvo que traer a 35 personas desde Atiquizaya. El camión rojo que los trajo hasta aquí hace maniobras de salida a esta hora. Es una tarde fría en la cima de la montaña. Los rayos del sol se reflejan en el Pacífico. El mandador Manuel Aguilar camina raudo por la finca Santa Fe, donde ha vivido por el último año.
Él se ha encargado de todos los trabajos para combatir a la roya. En buena parte de la propiedad ya sembró un nuevo cafeto resistente al hongo. El mandador dice que apenas el 20 % de la hacienda va a rendir sus frutos esta temporada, el resto de nuevos árboles tendrá granos de café hasta dentro de dos a tres años.
“La crisis más grande será en los próximos años, porque en muchas fincas de aquí han cambiado todo el cafetal y va a costar que crezca, ahora se corta poco pero en los próximos años no va a ser nada, ¿qué va a ser la gente sin ese ingreso? ¿Con qué van a comprar los frijolitos”, dice Manuel mientras se adentra en la finca Santa Fe.
Hay quienes parecen no tener nada que perder. Cuando todos los cortadores que vinieron desde Atiquizaya se van de la finca Santa Fe, solo queda el mandador del cafetal y una familia que ha venido desde el vecino Guaymango. Es la familia Sigüenza. Ellos han sido los únicos perseverantes. Ya pasaron tres días cortando los pocos granos de la finca y todavía no se van. Hubo otras familias que también vinieron desde Guaymango y prefirieron regresar a sus casas, después de ver la ínfima ganancia que les dejaba la temporada de corta.
Los Sigüenza son cinco adultos y cinco niños. Ahora, juegan fútbol con unas metas hechas de madera. Se ven felices a pesar de todo, más los niños que corretean atrás del balón. Los rayos del sol se extinguen en la montaña. El casco de la finca Santa Fe está rodeado de un jardín de hortensias. El cortador Samuel Sigüenza juega con su hija Jennifer, de cuatro años de edad.
—¿Ha sido provechoso venir desde Guaymango a cortar café? –se le pregunta a Samuel Sigüenza, mientras toma café de una vaso de plástico.
—No, no lo vale, antes hacíamos $150 por la temporada y ahora solo hacemos $40.
—¿Y por qué se vino toda la familia?
–Este es como un paseo familiar, y acuérdese que la gente humilde como nosotros no tiene nada que perder.
Jennifer hala a su papá del suéter gris que lleva puesto. Samuel la ve de reojo y le sonríe. La niña quiere llevarlo hacía la cocina de leña que está en la parte de atrás del rancho. Le pide un vaso de café caliente para sortear el frío antes de irse a dormir. Mañana, la niña de cuatro años se va a levantar en la gélida madrugada para acompañar a Samuel a cortar granos de café, el poco que queda ya en esta cumbre de Concepción de Ataco.
Una crónica de Sigfredo Ramírez