El PSOE y sus políticas migratorias: esa vieja costumbre de encerrar

Fue el Gobierno del PSOE el que en julio de 1985 sancionó la ley que por primera vez en democracia preveía “la detención del extranjero con carácter preventivo o cautelar” mientras se tramitaba su expulsión. Repasamos 33 años de políticas migratorias destinadas a rechazar, encerrar y expulsar personas.

El efecto “Diazepan” del recibimiento del Aquarius ha pasado y las cámaras del circo mediático se apagaron. La ilusión de un cambio real en las políticas migratorias vuelve a ser un papel empapado por las aguas de la gran fosa común mediterránea. Ahora que la realidad nos vuelve a pegar sin reparo en cada imagen que nos llega y la emoción deja paso al raciocinio, quizá sea el momento de denunciar que los “centros controlados” que se acaban de acordar en la cumbre europea sobre migración no son más que la aplicación de las políticas de siempre, escondidas —otra vez— detrás de lenguajes confusos revestidos de humanitarismo. Lo propios hechos, la gestión migratoria que en las últimas tres décadas ha defendido el ahora partido de gobierno, permiten al menos hacernos dudar sobre las reales intenciones que ocultan.

Fue el Gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) el que en julio de 1985 —hace 33 años— sancionó la ley que por primera vez en democracia preveía “la detención del extranjero con carácter preventivo o cautelar” mientras se tramitaba su expulsión. Hasta allí, el antecedente más cercano era la ley franquista de Peligrosidad y Rehabilitación Social, para encerrar a los inmigrantes considerados peligrosos.

Aquel año de 1985 el Estado español firmó el acta de ingreso a la Unión Europea y pasó a ser la frontera sur de Europa. La nueva legislación pareció ser una de las imposiciones para formar parte de ella. El encierro máximo se estipuló en 40 días y debía ser en “centros de detención o en locales que no tengan carácter penitenciario”.
Centros de internamiento

Los centros de internamiento de extranjeros (CIE) se abrieron en Madrid, Valencia, Zaragoza y Las Palmas. Para 1988 ya eran seis, y en esas fechas se produjo el primer naufragio de una patera frente a nuestras costas: 18 jóvenes marroquíes perdieron la vida intentando llegar a la playa de los Lances, en Tarifa.

En Madrid el CIE funcionó en los subsuelos de la comisaría de Moratalaz, donde decenas de personas migrantes fueron hacinadas en calabozos. En todos los centros empezaron a sucederse protestas. En 1991 en esos sótanos se inició una sonada huelga de hambre, acompañada desde afuera por un ayuno en la sede del Club de Amigos de la UNESCO. Y en el centro de La Verneda, en Barcelona, nueve migrantes fueron heridos tras una revuelta con quema de colchones.

Sin embargo no fue hasta 1996, meses antes de finalizar el mandato de Felipe González, cuando el Gobierno sancionó un reglamento que atenuó las condiciones de encierro, pero no disminuyó el espíritu represivo de las políticas migratorias. En simultáneo, ordenó la reconstrucción de la valla entre Ceuta de Marruecos.

El Partido Popular (PP), entre reformas y contrarreformas, amplió las dimensiones de la valla, las modernizó y levantó la que separa a Melilla de Nador. También acentuó las viejas diferencias jurídicas entre “legales” e “ilegales”. En 2003 fue el Tribunal Supremo el que invalidó 13 artículos de un nuevo reglamento aprobado apenas dos años antes.

Hasta esa resolución y su transposición a la ley, derechos fundamentales como los de asociación, reunión, sindicación o manifestación estaban expresamente vedados a las personas consideradas “ilegales”. Tenían prohibido asistir a movilizaciones como las del “No a la Guerra” o el “Nunca Más”. Niñas y niños migrantes se quedaban fuera de las competencias deportivas oficiales de sus escuelas y colegios por no tener papeles. Hace solo 15 años, ese mundo sin derechos era el que el bipartidismo reservaba para la migración irregular.

La asunción de un nuevo Gobierno socialista (2004) coincidió con una situación de repunte de llegadas de migrantes por la frontera sur. La primera respuesta de José Luis Rodríguez Zapatero fue instalar concertinas, las cuchillas que en sucesivos años causaron heridas mortales a varios migrantes y mutilaciones a muchos más. Como ahora el ministro Fernando Grande Marlaska, en 2007 el Ejecutivo socialista anunció su retirada, una operación mediática que no implicó una eliminación completa de esos dispositivos.

Abandonados en el desierto

En el medio, en aquel 2005 dos de los episodios más graves en nuestra triste historia. En el verano el cerrojo fronterizo y la devolución y entrega de inmigrantes a la Policía marroquí se convirtió en escándalo internacional cuando se supo que Marruecos estaba abandonando a miles de personas en el desierto. Detenidos en redadas masivas o devueltos por España, hacinados, sin agua ni comida, con las manos esposadas, decenas de jóvenes subsaharianos asomaban llorando por las ventanillas de los buses que los trasladaban a las arenas del Sáhara.

A pesar de las denuncias de Médicos Sin Fronteras, la ahora presidenta del Consejo de Estado y por entonces vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, siguió defendiendo que la devolución de inmigrantes a Marruecos entraba “dentro de la legalidad” y que estos recibían un “trato humanitario”. Las organizaciones comprobarían, tiempo más tarde, que decenas de estos chicos murieron de sed deambulado en medio de la nada. Los cuerpos disecados, semienterrados en las dunas, volvieron a estremecer.

El segundo, de igual o mayor dramatismo ocurrió entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 2005: once migrantes fueron asesinados por disparos de la Policía en dos intentos de salto de la valla, uno en Ceuta y otro en Melilla. De inmediato, Fernández de la Vega responsabilizó a la Policía marroquí, obviando que las fuerzas militares y policiales de Marruecos estaban —y están— financiadas en gran parte con fondos europeos para hacer el trabajo sucio en nuestra frontera sur.

También se produjo la mayor regularización de población migrante en situación irregular. La burbuja inmobiliaria y de la construcción estaban en plena expansión y, como había sucedido con el Gobierno popular de José María Aznar entre 2000 y 2001, era necesario sumar mano de obra barata, muy barata. Más de medio millón de personas pasaron a tener permiso de trabajo y residencia. Permisos precarios, a un año, con la obligación de cotizar la mayoría de los meses para poder renovar por un año más y luego por dos. Un sistema de exclusas que obliga a aceptar empleos precarios, a veces de auténtica esclavitud, con el único objetivo de no perder lo que tanto ha costado, en especial en el trabajo de hogar, donde se emplean miles de mujeres migrantes.

En 2006, con la llamada “crisis de los cayucos” el relato oficial alarmista se impuso. Avalancha, marea, oleada, mafias, fueron algunos de los adjetivos que, como en la actualidad, encabezaron los titulares de prensa. El discurso del miedo terminó justificando más medidas represivas de control social: nuevos CIE, aumento de redadas en nuestras calles, millonarios dispositivos de control de fronteras (FRONTEX, SIVE, etc.) y convenios con los principales países emisores: aceptar la repatriación de sus ciudadanos se convirtió en condición indispensable para recibir ayudas.

El Plan África I y II impulsado por Zapatero para el periodo 2006-2011 ancló su justificación en esos discursos del miedo, la prevención del terrorismo y una supuesta intención de luchar contra la pobreza en los países de origen. En letra pequeña y en espíritu, la idea de reforzar la presencia empresarial española en el continente africano, en detrimento de las economías locales. La seguridad energética estaba en juego, y los recursos nacían allí, donde salían las pateras. Las coincidencias con el presente vuelven a ser al menos sospechosas.

La ecuación era fácil: países como Mauritania y Marruecos se comprometían a frenar la emigración, comprar los sistemas de seguridad fronteriza fabricados en Europa, aceptar la penetración de multinacionales de la UE y firmar tratados de pesca. A cambio sus gobiernos recibirían créditos, donaciones, ayudas al desarrollo y, sobre todo, evitarían denuncias por su constante violación de derechos humanos.

Guantanamito español

El ejemplo más claro de esta externalización de fronteras fue la École Six de Nadibú, Mauritania, la antigua escuela que con fondos de cooperación fue reconvertida en una cárcel para detener a las personas “sospechosas” de querer emigrar a España. A aquel espacio sin ley los socialistas lo llamaron Centro de Acogida, y la gestión de la Cruz Roja Española le dio el barniz necesario de humanidad. Organizaciones como Amnistía Internacional y la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) no tardaron en denunciar la vergüenza de sostener el llamado “Guantanamito español”.

Ya desde 2004, Consuelo Rumí defendía e impulsaba estas políticas tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. La recién nombrada por Pedro Sánchez al frente de la Secretaría de Estado de Migraciones ocupó el mismo cargo durante la gestión Zapatero, en coincidencia con Alfredo Pérez Rubalcaba en el Ministerio de Interior. Un tándem inflexible ante las críticas a las denuncias contra los CIE y los controles dentro y fuera de nuestro territorio.

En 2008 el PSOE volvió a demostrar hacia dónde apuntaban sus intenciones en la gestión de fronteras. La aprobación de la Directiva del Retorno, más conocida como “Directiva de la Vergüenza”, contó con el apoyo de todo el arco popular y de 19 de los 21 eurodiputados del zapaterismo. La ampliación del internamiento en CIE hasta 18 meses, la posibilidad de deportar a menores de edad, el encierro de migrantes sin necesidad de orden judicial y la deportación a terceros países fueron algunas de las medidas rectoras de aquella normativa europea fuertemente criticada.

Cupos de detenciones

A principios de 2009 el escándalo de los cupos de detenciones migrantes dejó —una vez más— la política socialista al desnudo. Al menos 12 comisarías de Madrid tenían un mínimo mensual de detención de sin papeles. En Chamartín, 100; en Puente de Vallecas, 75; en Hortaleza, 70. Rubalcaba lo negó, pero los sindicatos policiales lo confirmaron y admitieron que había días libres como premio a quienes cumplían con esta caza al inmigrante. “Si no los hay, se va a buscarlos fuera del distrito”, decía una nota interna de la Comisaría de Vallecas que se había filtrado a la prensa. No quedaban dudas.

Ese mismo año, el Ejecutivo socialista sacó adelante la cuarta modificación a la Ley de Extranjería en ocho años, y la nueva Ley de Asilo. En la primera destacó el aumento de internamiento en CIE a 60 días. Dos argumentos falsos sirvieron como excusa: que la directiva del retorno los obligaba y que los 40 días eran insuficientes para materializar la expulsión. Ni el aumento tuvo incidencia en la estadística de expulsiones, ni la directiva fijaba un tiempo mínimo de encierro, sino que restringía los máximos. Rubalcaba, en tanto, sacó de su galera discursiva las expulsiones “cualificadas”, supuestamente se encerraba y expulsaba solo a migrantes con antecedentes penales. Todo el mundo sabía que no era cierto, pero ese argumento años después sería recuperado con fuerza por los ministros populares.

Una buena medida fue la creación de la figura de los jueces de control, que en algunos casos sirvió para exigir por vía judicial garantías mínimas en estas cárceles. Había pasado casi un cuarto de siglo desde la creación de los CIE y, por ejemplo en el de Madrid, las personas encerradas eran obligadas a orinar y defecar en un rincón de la celda porque se les prohibía acceder a los baños en horario nocturno.

También sirvió para el ingreso de las ONG, aunque en parte se utilizó para la pseudoprivatización de los servicios y, sobre todo, para que el Gobierno se legitimara ante las denuncias de las organizaciones sociales. “En este momento Cruz Roja Española, que creo que merecerá el mayor respeto de su señoría, está en el CIE de Madrid”, respondió el 20 de junio de 2011 el segundo de Interior, Antonio Camacho, al cuestionamiento de un legislador.

Desde aquellos años Cruz Roja es la entidad que presta el servicio de “asistencia social y humanitaria” en la mayoría de los CIE, lo cual no ha evitado que se produzcan muertes como la de la congoleña Samba Martine en diciembre de 2011 en el Centro de Aluche y por cuyo fallecimiento hay varios médicos imputados. “Estaba enferma desde hace tres semanas”, declaró la entonces coordinadora de la entidad. Pero nadie hizo lo suficiente para exigir que Samba fuera trasladada a un centro de salud y, quizá, evitar su muerte.

Pocas semanas después (ya con el PP en el poder), en el CIE de Zona Franca, Barcelona, fallecía el joven de Guinea Conakry Idrissa Diallo. Era la tercera muerte allí, luego de la de Jonathan Sizalima y Mohamed Abagui, acaecidas en 2009 y 2010, respectivamente.

Este tipo de convenios continúan. El último que puede encontrarse en el Portal de Transparencia es del 8 de noviembre de 2017. La ONG recibe 1.125.000 euros por su “colaboración”. Decenas de contratos por su colaboración en frontera, Centros de Estancia Temporal (CETI) y otras dependencias vinculan al Estado con la entidad.

Ley de asilo

La Ley de Asilo también trajo novedades restrictivas que han clausurado la posibilidad de vías seguras de acceso al Estado español para miles de personas, obligándolas a recorrer tortuosas distancias, un camino que muchas veces termina en la inevitable muerte. No solo cerró la posibilidad de solicitar protección internacional a los ciudadanos de los países de la Unión, sino que, sobre todo, las embajadas españolas en el extranjero dejaron de recibir y tramitar solicitudes de asilo. También se limitó la protección a las personas que sufren persecución por motivos de género. El reglamento de la ley, que debía sancionarse en seis meses, sigue sin existir nueve años después.

Coincidiendo con estas medidas, el Gobierno de Zapatero restringió el acceso a la península de quienes solicitaran protección en Ceuta y Melilla, hasta tanto su solicitud no tuviera una resolución. La presentación de solicitudes cayó en forma abrupta e incluso hubo quienes renunciaron a ellas por ser un obstáculo para salir.

Si algo faltaba para cerrar definitivamente las puertas a quienes quisieran pedir protección en el Estado español fue la medida adoptada por el Ejecutivo en octubre de 2011. Cuando 28 personas de origen sirio procedentes de Argelia y rumbo a otros destinos aprovecharon el tránsito en Barajas para pedir asilo, la respuesta no se hizo esperar: el Gobierno socialista impuso la exigencia de visado de tránsito aeroportuario para toda persona originaria de aquel país.

Apenas cinco meses antes el diario británico The Guardian desvelaba que barcos de la OTAN habían negado auxilio a una embarcación con 72 personas que había partido de Libia rumbo a Italia, 61 de ellos (20 mujeres y 2 niños) murieron a causa del hambre y la sed. Como este viernes, que un centenar (entre ellos, tres bebés) perdió la vida por la negativa de las autoridades libias e italianas de pedir ayuda a los barcos de rescate de las ONG presentes en la zona.

Luego volvió el PP al Gobierno y sus justificaciones de las devoluciones en caliente hasta pretender ampararlas con la llamada Ley Mordaza. La matanza del Tarajal (Ceuta) en 2014 y el concepto de frontera móvil que el ministro Jorge Fernández Díaz intentó imponer. Más acá en el tiempo la apertura improvisada de la no inaugurada cárcel de Archidona (Málaga) como CIE. La represión policial de antidisturbios a las protestas de los inmigrantes encerrados y la poco clara muerte del joven argelino Mohammed Bouderbala, que apareció ahorcado tras haber sido castigado a 16 horas de aislamiento.

Centros de sufrimiento e impunidad policial

Las políticas migratorias implementadas en los últimos 33 años no pueden menos que instalar dudas sobre los acuerdos alcanzados en la reciente cumbre europea. Los nuevos “centros controlados” parecen ser un eufemismo de los viejos CIE. Quizá la de Archidona sea la experiencia que más se aproxime a lo que se está pensando, y su corta y triste historia demuestra que es un camino alejado de cualquiera garantía de cumplimiento de los derechos humanos. Como los define el exjuez de control de Madrid Ramiro García de Dios, se trata de “centros de sufrimiento e impunidad policial”.

Abrir las embajadas sería el primer paso para no llegar a crear plataformas ni centros de selección de personas. En todo caso, más allá del reconocimiento jurídico que tienen quienes son susceptibles de protección internacional, es indigno no empezar a defender un discurso de defensa de los legítimos derechos de todas las personas en movimiento, en detrimento de la diferenciación cada vez más salvaje y racista entre refugiadas y los llamados migrantes económicos.

Como sociedad es inadmisible aceptar la creación mesiánica de cualquier tipo de estructura represiva que sirva para elegir entre unos seres humanos y otros. No debemos ser parte de esta especie de solución final que se atribuye la potestad de señalar quiénes pueden vivir y quiénes serán condenados otra vez al laberinto de la muerte entre desiertos y mares.

Pablo “Pampa” Sainz
Fuente: El Salto Diario